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| Foto de Angèle Kamp en Unsplash |
Escribir
porque hay algo que contar, porque hay que sentir con los demás o porque
conviene no refrenar el impulso de reconocerse.
Escribir
poesía en la madurez vital con trazos de adolescencia prolongada; sin rubor ni
temor de Dios: escribir poesía, aunque para algunos solo lo hacen las abuelas,
a modo de pasatiempo cultureta, más femenino que varonil, es el Ozempic que
se inyectan las estrellas.
Poesía
desde Homero a Manrique, de Quevedo a Bécquer, de Florencia Pinar a Gloria
Fuertes, De Idea Vilariño a Delmira Agustini.
Escribieron
poesía con el auxilio de las musas, con la inspiración del momento y del sentir
personal. Se concitaron Melpómene, Erato y Clio, Talía y Euterpe en un
contubernio de risas satíricas y lamentos fúnebres, de elocuencia cómica y
ritmos bucólicos.
Sin Ozempic.
En
estos momentos de escualidez física y mental, triunfan frases más o menos poéticas,
de rango solemne y atisbo sentencioso: Vive la vida a tope, Disfruta la
vida, o A vivir que son dos días.
La escritura lírica no engaña y sí engancha, no niega y siempre afirma, es decir, acepta y consiente con una mirada complacida de quien lee sin tapujos, a corazón abierto.
La
autora que suscribe estas páginas es más del siguiente imperativo: “Deja a la
vida en paz”, que no sé si provoca una mueca de disgusto o falsea la realidad
propia y ajena, con el deseo de firmar un pacto por la inmortalidad y la eterna
juventud, incluso aunque los únicos firmantes de ese pacto sean líderes
lamentables y perniciosos para perpetuar años de longevidad.
No así
la poesía: hay quien afirma que los avatares históricos, las gestas heroicas
(valga el pleonasmo) se olvidan antes que muchos versos de antaño, embriones de
belleza, auténticos amantes benefactores en una promiscuidad literaria que no facilita
la farmacopea por muy celebrada que sea.
Escribir
poesía durante los años púberes o en la soledad senil de la que hablaba Góngora,
permite cambiar y transformarse en cuerpo y alma y no por inoculación del
pinchazo prometedor, sino para recordar qué es la lealtad, el desamor y la
ilusión. La escritura lírica no engaña y sí engancha, no niega y siempre
afirma, es decir, acepta y consiente con una mirada complacida de quien lee sin
tapujos, a corazón abierto.
Quien
escribe poesía realiza una ofrenda generosa, visible en el ara de rituales
sociales sin imposición y sin dirigir voluntades ni esperar aplauso, ni
resultados milagrosos. Tal vez mejore los
niveles de azúcar en la sangre y pueda reducir el riesgo de eventos
cardiovasculares serios; quizá puede ayudar a las personas, lectoras, a perder
peso, a hacer su travesía cotidiana más liviana.
Rimar
en asonante descoloca, imita una prosa en líneas cortas y cortadas, abruptas,
de un lado al otro de la página; hacerlo en consonante ubica y posiciona,
parece que da mayor y mejor sentido al poema de la vida.
Ni de
viejas ni de jovenas (así, llana gráficamente esta palabra, como la pronunciaba
mi abuela), escribir poesía consiste en jugar con las palabras, marearlas hasta
hacerlas caer en una casilla incorrecta para que tomen aire y vuelen, con ganas
y decisión, con elegancia. De eso se trata escribir poesía: elegir o escoger lo
selecto y lo distinguido en la apariencia y en el comportamiento. Las palabras
de la escritura poética refieren al aspecto, a la forma y la estructura y, por
supuesto, al contenido, al meollo.
Algunas
se evaporan y enmudecen, otras, más valiosas lo llenan todo de un poder inmisericorde
que atrapan y entrampan, atosigan y sosiegan.
Escribir
poesía supone frotar la lámpara maravillosa y que aparezca el genio o la
“genia” para llevar al lector a un mundo imaginado, no necesariamente
imaginario, un universo anhelado pleno de esperanza humana, sin riesgo de
ataque cerebral, ni saciedad estomacal.
Escribir
poesía, ahora y siempre. Inyección literaria sin efectos adversos.









