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martes, 28 de octubre de 2025

Verdades a trozos

                    Kintsugi, Ortega y Corto Maltés

Kintsugui
“Timeless Magic”, 2023. Artículos Raku negros de la era Taisho (1912-1926), laca urushi, oro de 24 quilates y resina. Foto de Naoko Fukumaru.

Con este texto podríamos reflexionar sobre cómo recomponemos nuestras verdades  rotas, al modo del kintsugi: reparando fisuras, aceptando cicatrices y dejando que el oro se introduzca en ellas. Podemos explorar nuestras propias piezas, nuestros fragmentos y el nuevo yo que emerge al unirlos.

Publicado originalmente por mi en otra plataforma, esta versión contiene un añadido personal, una mirada ampliada que la convierte en la definitiva. 

La técnica japonesa del Kintsugi se aproxima al deseo del gran historietista Hugo Pratt, creador del inefable Corto Maltés, por alinear sus orígenes y recomponerlos a través de todas las piezas vitales por las que pasó durante sus 68 años. Esa técnica centenaria de carpintería dorada, repara las piezas de cerámica rotas, sin disimulos entre las junturas, con el uso nada discreto de un esmalte impregnado de oro, plata y platino. De esta manera, resulta difícil que pase desapercibida. Va a brillar siempre con una imagen única y diferente a la primigenia. 

El Kintsukuroi, por lo tanto, me sugiere el dicho: “de la necesidad, virtud”. En resumidas cuentas se trata de reparar un error, un defecto haciéndolo agradable a la vista. Por otro lado, si lo expresamos en román paladino, es casi (la importancia siempre del casi) igual que el famoso plato roto: a pesar de pegarlo, siempre estará roto. Tenemos, al menos, dos posturas ante una misma realidad. Dos actitudes cuando uno observa la botella. Y de ahí a toda una panoplia llena de filosofías.

Ortega y Gasset nos lo advirtió: la importancia de las circunstancias de uno mismo. Y yo añadiría: las verdades de uno mismo. “Yo soy yo y mis circunstancias”. Yo soy yo y mis verdades. Por eso, porque son mías.

Verdades que las consideramos absolutas, con pocas dudas y muchas certezas: “Te lo aseguro”, “me consta”, “lo sé de buena tinta”…; nuestro lenguaje está plagado de expresiones rotundas y tajantes, sin fisuras: “porque yo lo digo, y punto”; lo llevamos marcado en nuestro adn sureño y enfático. Nos gusta la hipérbole: “me muero de miedo”, “me parto de la risa” y así…exponencial.

Al modo de Corto Maltés que se grabó la línea de la fortuna con una navaja y la escondía por el mal trazado que dejó en la palma de su mano, hacemos gala de nuestras verdades a grito herido y luego las escondemos, por si las moscas. Todo un universo muy personal, muy relativo con pretensiones de convencer al prójimo, de traerlo a nuestro terreno. Los debates políticos, las tertulias televisivas, los coloquios intelectualoides constituyen claros ejemplos de imposición de verdades taxativas que pretenden soslayar una fanfarronería e inmadurez solemnes de sus protagonistas. Abogo por la tolerancia y la pluralidad frente a la uniformidad; por el buen talante, ahora y siempre.

La heterogeneidad de las minúsculas piezas quebradas de una terracota, el diverso origen de nuestros antepasados, la pluralidad de pareceres y opiniones configuran una forma de ser abierta, con amplitud de miras sin estrecheces ni apreturas sino esperanzada hacia nuevos horizontes. Despejemos la maraña mental que nos aturde, salgamos a “reunirnos” solidariamente con un pegamento flexible y dúctil. Compartir, sumar, acercar, comprender…vivir con (o ¿convivir?). Debemos creernos con las tripas la cantinela de aceptar sin arrogancia lo diferente, saludar y acoger al lejano, esperar y dar…pensar y hablar bien, respetar. Escuchar y sonreír, construir. Pero con verdades, no medias verdades.

Como el kintsugi o como el marinero

Como el kintsugi o como el marinero, el ser humano es capaz de recomponer algo nuevo con sus circunstancias personales para armar una colectividad saludable, veraz, revitalizada, llena de verdades, insisto. Vivimos inmersos en los –ismos: escepticismo, pesimismo, relativismo, victimismo, edadismo…poco artísticos y nada vanguardistas de antaño. Quizá una buena receta para elaborar un menú digerible consistiría en calmar al quejoso, acallar esas alarmas disonantes que nos llegan desde posturas ideológicas extremas, aguijonear al indolente que se deja arrastrar por la masa amorfa, despreciar al maldiciente, nada conciliador y detractor del bien social, y de postre, ironía y sarcasmo al prepotente. Bajarlo de la nube a la realidad, a la verdad. Igual tenemos que emprender los viajes que realizó Corto Maltés para aprender a pegar los platos rotos, para contar nuestra verdad y esmaltarla con las otras verdades ajenas. Verdades completas y no medias verdades.

Inquiero: ¿han leído nuestras autoridades a Ortega y Gasset? ¿Saben recomponer las piezas desencajadas? Querer es poder…”Me parto de la risa” (sin paliativos hiperbólicos).

(Publicado en El Obrero en Enero de 2021)

Armamos nuestras verdades a trozos y descubrimos que la reparación no borra las grietas, solo las celebra. - Pilar Úcar.

lunes, 20 de octubre de 2025

Piropos que esconden acoso

                                                Lo que muchas mujeres no quieren escuchar

Piropos o acoso

Si bien este artículo ya fue publicado por mi en "The Conversation", hoy lo traigo aquí para los lectores del blog, considerando que se trata de temas que deben ser de interés general
 
“¿Has visto? ¡Qué mal se conserva esa tía para su edad!”

 En no pocas ocasiones hemos escuchado proferir expresiones denigrantes y vejatorias dirigidas a las mujeres: “Estará con la regla”, “anda con la menopausia”, “mira qué buena está”, “¿dónde se cree que va vestida así?”

El lenguaje se convierte en un arma de acoso sexual. Y no solo se trata de hostigamiento marcado por la jerarquía del “acosador” hacia la víctima, sino que se da este tipo de situaciones entre iguales, sin distinción de rango, en una situación simétrica profesionalmente pero asincrónica en cuanto al trato y tratamiento en ámbitos públicos y privados.

Todo ello supone una regresión y una vuelta al primitivo, al modo carpetovetónico de tantos referentes que conocemos. Quienes ejercen el acoso verbal.

El lenguaje identifica a cada uno y habla de su propia personalidad, de su comportamiento individual. Estos acosadores actúan así porque lo han hecho de niñoslo han visto en el núcleo familiar y en su ambiente más próximo.

Está relacionado con galanteo de otras épocas, el protocolo para cortejar a la fémina con el poder de la palabra, revestido de un donjuanismo atávico y en no pocas situaciones con la intención de molestar e intimidar (“¡Pero, mujer, si solo es un piropo!”).

Posición de poder y autoridad

La persona que piropea siempre está en una posición de poder y autoridad. En este tipo de acoso, el acosador se siente con el derecho de interpelar a las víctimas en la calle, en el trabajo, sin haber recibido previamente su consentimiento y entendiendo que sus comentarios hacia las víctimas están justificados, son halagos o son socialmente aceptados. La palabra lanzada supone que la persona que recibe esa “lanza” nos pertenece, la hacemos nuestra sin pedir permiso, así, porque sí.

De momento, hay muchos países que tienen una legislación en contra del acoso callejero como Portugal, Bélgica y Holanda en Europa, y Perú (pionero en Latinoamérica), Chile o Costa Rica.

En España no hay aún legislación específica, aunque desde el Ministerio de Igualdad se está depurando el borrador de La ley de libertad sexual que incluirá en el Código Penal el delito de “acoso ocasional” el conocido como “acoso callejero”, es decir, aquellas “expresiones, comportamientos o proposiciones sexuales o sexistas” que pongan a la víctima en una situación “objetivamente humillante, hostil o intimidatoria”.

Se trata de proteger de forma integral el derecho a la libertad sexual mediante la prevención y la erradicación de todas las violencias sexuales, que afectan a las mujeres de manera desproporcionada, como manifestación de la discriminación, situaciones de desigualdad y las relaciones de poder de género.

Hasta ahora solo estaban penadas estas situaciones en el ámbito de la violencia doméstica, esto es, entre familiares, pareja o expareja. En este tipo de circunstancias, la palabra clave es “consentimiento”: si la víctima que recibe la expresión ofensiva no la ha deseado, se considerará delito.

Ante la falta de denuncia hay que atender este problema con actos preventivos más que reactivos, tales como campañas de concienciación sobre qué es el acoso y cómo se puede determinar, y destinar recursos para facilitar y favorecer una educación igualitaria. Toca volver a aprender: desaprender y reeducar atendiendo siempre a los derechos individuales; recuperar el valor de la palabra conciliadora para evitar comportamientos abusivos.

Lance sexual indeseado

El acoso verbal consiste en un lance sexual indeseado, una intrusión no solicitada de los acosadores en los sentimientos, pensamientos, actitudes, espacio, tiempo, energías y cuerpos de las víctimas; muchos de ellos tienen su origen en el desdén y provocan “la descalificación y la anulación”. Suponen una bofetada, un ninguneo, incluso todo un chantaje.

Algunos estudios realizados sobre el acoso verbal a una amplia muestra de mujeres demuestran que el 72 % no consideraba apropiado silbar a una mujer por la calle, mientras que el 20 % afirmaba que es aceptable en ocasiones; el 55 % calificó esta práctica de “acoso” y solo el 20 % afirmaba que era “cortés”.

En las últimas décadas han surgido grupos como Stop Street Harassment o Hollaback, la campaña Stop Telling Women to Smile_ (“Dejad de Decir a las Mujeres que Sonrían”) e iniciativas muy secundadas como Cards Against Harassment (“Cartas Contra el Acoso”), todas ellas con la pretensión de visibilizar y denunciar situaciones de acoso verbal.

Recuperemos el halago familiar cálido y afectuoso, un reconocimiento y premio que nos llega de la voz del otro como una mano tendida al corazón; una palabra amable sin intención perversa, sin jerarquía ni preminencia hacia el próximo, sin deseo de someter y subyugar.

Nuestras palabras hablan de nosotros. La palabra es producto de nuestros pensamientos, que pasan a ser emociones y estas se verbalizan y se muestran en actos concretos.

Nuestro objetivo será desterrar palabras agresivas, insolentes, procaces y subversivas, desconsideradas, faltas de urbanidad y respeto que se cuelan de malos modos en las relaciones humanas, sociales y profesionales contraviniendo las reglas del juego y del trato.

- Pilar Úcar

(Publicado por mí en The Conversation en mayo 2021)

miércoles, 6 de agosto de 2025

Esa jubilación tan deseada y tan… ¿temida?



Foto de Mikael Kristenson en Unsplash

Hoy va de rapto personal y de reflexión íntima en alto, o sea, en leído quiero decir, pero si alguien se anima, lo mismo puede recitarlo y que lo oiga el resto.

Recuerdo los planes de pensiones tan publicitados en los años 80. Nos decían que convenía ahorrar igual que lo hacían los alemanes: ¡qué gran pueblo, tan ejemplar! (modelo para los sureños, repetían) que ellos ya lo hacían desde los 15 años cuando los padres suscribían seguros de vida y de pensiones para sus hijos…

Pues bien, nos repetían, que si nosotros españolitos de pro empezábamos a ahorrar previo pago de nuestras cuotas mensuales, llegaríamos a la edad de jubilarnos con un dinerito para emplearlo en hacer un viaje, un regalo a alguien o darnos un capricho.

Y con esas ínfulas de jubilación dorada nos engañaban como a bobos, sin duda. Estoy más que convencida de toda esa oratoria.

Sí. El pueblo español es un pueblo despilfarrador, que vive de puertas afuera el presente y del futuro que se ocupen otros.

También es cierto que cuando mueren nuestros progenitores, sienta muy bien un remanentito monetario o ese pisito que tanto les costó comprar y que ahora nos viene de perlas (cuánto diminutivo, ¿verdad? Para el siguiente artículo)

Eran otros tiempos, y otros pensares.

Mis hijos me dicen que ellos no van a tener nada que heredar, y es cierto. Nada es nada: cero: ni un piso ni unos ahorros.

Su padre y yo nos hemos “deslomado” (bueno, sentados delante del ordenador) en pagar estudios nacionales e internacionales, una educación de alta calidad, cursos, campamentos, estancias, deportes, actividades extraescolares…que si se suman supondrían toda una urbanización completa.

En una serie de televisión, uno de los personajes decía que quería vivir la vida ahora que estaba jubilada y había conocido al hombre de su vida (no incido en esa memez, que ya he hablado de ello) y quería conocer mundo: otra lerdez. A la edad de jubilarse, o sea, entre los 65 y los 70 años, la carrocería corporal y la mental está “papoco”, casi “escacharrá” y lo que nos espera es un calendario de números grandes donde apuntar las citas médicas porque en la agenda del móvil no atisbamos ni los días ni las horas.

Leo e investigo cómo afrontar los 60, que me cayeron fatal. Achaques, pérdida de memoria, dificultad para recordar nombres de actores, para enunciar frases sin trastabillar, evitar golpes con las esquinas de la mesa, no darme cogotones al salir del coche o no tropezarme con una sandalia plana son el pan de cada día, al menos mi pan.

Imagen creada con IA

Y luego me vienen las casas de seguros para decirme décadas antes que ahorre y así de mayor haré un viaje, por ejemplo…pero, ¿qué viaje?

Me preguntan en la universidad si me quiero jubilar, y antes, sin pensármelo, respondía, rotunda: “¡¡claro que sí, ufff qué ganas!!” y después de pensarlo un poco más, no sé si debería ser así de tajante.

Claro, que es muy impopular decir eso de que a mí me gusta el trabajo -no me divierte- ojo que también hablamos de eso…me tiene ocupa salir de casa, dar unas clases, estar en contacto con mis colegas…;parece que la sociedad nos impele a decir es que sí, que lo estoy deseando que tengo un montón de cosas que hacer, que ya era hora, que me lo merezco…

En todo ello, en la intralectura hay una concepción, aunque sea liviana y tangencial, de obrera machacada por el patrón explotador.

Y todo eso es pura filfa: ni tengo más tiempo para hacer más cosas ni me voy a resarcir ahora de un estajanovismo inexistente.

Tiempo, ¿para qué? Para dormir, para pintar, para hacer deporte…que no, que no me gusta dormir más de lo preciso, mi cuerpo lo sabe y responde muy bien, no me gusta pintar, -solo pinté mandalas mientras estuve con leucemia-, no me gusta el deporte -y eso que no nadaba mal, bailaba zumba y hasta practiqué pilates-.

Imagen creada con IA

Tal y como yo lo veo y sobre todo, me veo yo…para mí es una pesadez ser viejo, estar jubilado, ser una jubileta y eso, que dios mediante me faltan unos tres años o algo más. Pero valgan estas reflexiones para ir preparando mis neuronas y sobre todo para recordarme por escrito lo que pienso ahora, casi a punto de cumplir 63 años. ¡¡Qué vieja y qué viejo veía a mi madre y a mi padre!!


Ya no hay horizonte, ni objetivos, ni mucho que hacer. Solo esperar, quizá una espera activa, pero con poco que demostrar, más bien nada. Dicen que a partir de los 50 la vida ya está hecha. Bueno…con matices.

Y no me da envidia quien empieza a hacer yoga, o senderismo o correr… ¡qué pereza!

Hasta aquí.

(Alguna amiga mía, jubilada ya, tiene toda mi admiración)

martes, 29 de julio de 2025

¿Trabajar y divertirse? No sé yo…

 


A mí me parecen dos términos, perdón, dos actividades casi incompatibles, perdón, excluyentes.

Aplicarse o dedicarse con esfuerzo a la realización de algo es como define la RAE el trabajo, curro, faena, tarea, labor, quehacer…; entretener, recrear, agradar y amenizar alude a la diversión, ocio, también según la Academia de la Lengua.

Relacionado con la diversión encontramos contentar, gozar, regocijarse.
Y las fechas en que escribo este artículo encaja dicha familia léxica como un guante, porque estamos esperando las vacaciones, tiempo de solaz y esparcimiento, se nos cae el boli, perdón, la tecla del ordenador y a otra cosa, mariposa; el gusto que da contestar cuándo “cogemos las vacaciones”…interesante expresión, que no se nos escapen, las prendemos y las agarramos sin soltar ni uno de los días que nos corresponden; mejor que “me dan las vacaciones”; las vacaciones, el ocio y la diversión vienen de la mano personalísima e identitaria de uno mismo: son mías, me las he ganado y a disfrutarlas.

El anterior exordio obedece a la necesaria explicación de que el trabajo no es vacación, ni diversión ni complacencia: aunque suene antiguo (nunca mejor dicho), retumban en nuestros oídos de boomers:  “Ganarás el pan con el sudor de tu frente” (Génesis 3:19) y no nos gusta sudar, ni por la frente ni por ningún costado de nuestro cuerpo.

 Abanicos aparte, escucho en la televisión: “Solo volveré al baloncesto cuando sepa y esté seguro de que me voy a divertir”; mi pasmo se refleja en mi cara y en el mutismo inicial para reaccionar enfurecida: si te dedicas al baloncesto profesional, es decir, por el que percibes un salario, es tu trabajo; dudo que muchos de los profesores y profesoras vayamos a las aulas a divertirnos; más bien, al contrario, las dejamos con la tranquilidad de un descanso merecido, de una diversión que vamos a elegir voluntaria y personalmente, la que sea: leer, escuchar música, ir de senderismo, viajar o tumbarse a la bartola en el sofá de casa.  

Recuerdo una película de hace muchos años: Cómo ser mujer y no morir en el intento (1991) en la que Carmen Maura, protagonista, reivindica su trabajo como periodista a su jefe porque ella trabaja por dinero, como todo el mundo; hay que pagar facturas, abono de transporte, entradas al parque de atracciones, luz y gas, por ejemplo.

Imagen creada con IA

Seguro que hay muchas personas a las que les gusta su trabajo; cuidado, insisto, su trabajo, no hablo de trabajar, que puede coincidir, claro está; pero el trabajo es un útil, una herramienta y un medio de vida no una diversión en sí mismo.

Ocurre que, desde hace unos años, la obsesión del “disfruta con lo que haces, diviértete” supone una carga estresante porque se parte del error primigenio: el trabajo, divierte. ¡No! Y otra gran frase: el trabajo, dignifica ¡No!

Admito que existen situaciones en las que se da la posibilidad de trabajar en lo que a uno le gusta o para lo que se ha preparado…pero no es ni lo común ni lo normal.

La generación Z lo tiene muy claro: anteponen su tiempo frente al de otros, sus jefes. Trabajan en aquello que les procura cubrir sus necesidades, sin falsas lealtades ni diversiones ficticias. Me pagas por mi trabajo, que no es ocio ni diversión. Y punch (sic). ¡¡Cuánto tenemos que aprender los cincuenteros y sesenteros de ellos!!

El trabajo compromete, exige una implicación, hay que cumplir porque se contrae una obligación por contrato sea de carácter deportivo, musical, docente o sanitario…

La diversión, no. Se trata del tiempo libre de una persona, de un cese de actividad laboral.

Que no nos vendan milongas: hay que trabajar para vivir, pero no trabajar para divertirse.


viernes, 18 de julio de 2025

¡Venga, que tú puedes!

La gran batalla de los pacientes de cáncer contra el lenguaje

 


A la palabra cáncer le precede una mala fama, un estigma social tan grande que su sola pronunciación inspira miedo, espanto e incertidumbre.

Somos conscientes de que hablamos para alguien, para el otro y para los otros, pues la comunicación es un conjunto de actos ilocutivos y perlocutivos, por lo tanto debemos cuidar el registro idiomático empleado y la intención con que se emite un mensaje, y más en un contexto como el cáncer.

Así pues, conviene analizar y revisar el código lingüístico entre emisor y receptor. Y con emisor señalamos al personal sanitario, amigos y acompañantes del receptor, paciente de dicha enfermedad.

Nos movemos entre dos extremos: el eufemismo –“Murió de una larga enfermedad”, “Está pachucha”–; la sufijación en diminutivo –“Está malito”–; las metáforas beligerantes –“Eres una campeona”, “Tú puedes con esto y más”–; los imperativos –“¡Ánimo”!, “¡Venga!”, “¡Arriba!”– o las comparaciones –“Esto es una carrera de fondo”, “No va a ser más fuerte que tú”–.

Poner en un compromiso al paciente

Parece que todo se debate en términos competitivos, que los enfermos de cáncer somos atletas en un centro de alto rendimiento. El doctor José Ramón Álamo Moreno, hematólogo del Hospital Clinic de Barcelona, asegura que “ponemos en un compromiso al paciente de tanto repetirle, ‘ánimo, que tú puedes’; y si no pone de su parte o no lo consigue ya no es un buen paciente”.

Nadie supera un cáncer como si fuera un examen universitario, unas oposiciones ministeriales o el nivel C2 de inglés. Y el enfermo de cáncer quiere claridad: no necesita luchar contra ese monstruo gigante que cobra vida y parece que como la hidra mitológica nos va a engullir. El cáncer es una enfermedad que se padece y se cura o no. En ningún caso peleamos contra molinos de viento para lograr una victoria, porque eso supondría la posibilidad de suspender, de fracasar y fallar en el intento.

Nos han educado y acostumbrado desde pequeños a edulcorar, disimular y disfrazar situaciones dolorosas y conflictivas y acudimos al idioma para evitar el reflejo de las mismas. Pero la palabra no debería asustar sino ayudar, facilitar. Gracias a su correcto uso describe realidades, constata situaciones vitales.

El Diccionario de la Academia Española de la Lengua lo deja patente en su segunda acepción: “enfermedad que se caracteriza por la transformación de las células que proliferan de manera anormal e incontrolada”. En la siguiente acepción encontramos el término de “tumor” y luego “proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos”. Acabamos de topar con el quid de la cuestión: “La droga es el cáncer de nuestra sociedad”.

Connotaciones negativas y peyorativas

El término destructivo hace saltar alarmas y dispara toda una colección de connotaciones negativas y peyorativas que rodean a la enfermedad: perjudicial, corrosivo, nocivo, pernicioso… pero, rápidamente, acude una familia léxica en socorro del enfermo, todo un elenco de términos pertenecientes al campo semántico de la contienda: al paciente se le invita, peor, se le exige que gane al modo de una justa medieval, y da igual el número gramatical que se emplee: en singular –“Tú vas a vencer”– o en plural –“No nos vamos a rendir”–.

La doctora Magariños, psiquiatra en el Hospital Universitario Puerta de Hierro de Majadahonda, en Madrid, afirma que “debemos conectar con el sufrimiento, levantarse para la lucha crea angustia; hay que convivir con la situación real”.

Desde el punto de vista gramatical, el sujeto, en este caso el paciente de cáncer, es la persona que realiza la acción expresada por el verbo de donde se deduce que debe ponerlo todo de su parte, entrar en lid contra el diagnóstico funesto y es entonces cuando la maquinaria del modo verbal en imperativo llega atronadora: “¡¡Venga!!”, “¡¡Anímate!!”, “¡¡Vamos!!”. Mejor expresarse en gerundio “estamos preparando”, o utilizar el presente actual o perífrasis incoativas: “vamos a intentar” y locuciones temporales: “poco a poco”…

El cáncer no es un ser animado ni un contrincante hostigador contra el que tenemos que repartir sablazos y mandobles a diestro y siniestro. Hasta los propios especialistas reconocen el temor o la prudencia y prevención a pronunciar este vocablo. Parafraseando al doctor Carlos de Miguel, hematólogo del mismo hospital de Puerta de Hierro, “al paciente hay que hablarle de manera afectuosa, con palabras sencillas y siempre de forma cercana y sincera”.

O quizá es el propio idioma el que carece de recursos lingüísticos y muestra una incapacidad manifiesta a la hora de enfrentarse a este tipo de situaciones. Sabemos que la repetición de un mismo término, como ocurre con el tan insistente “ánimo”, provoca su desemantización, es decir, queda desprovisto de su carga significativa y lo mismo sirve para un roto que para un descosido: deviene en una muletilla o apoyatura meramente conversacional.

¿Debemos desterrar la palabra “compasión”?

Parece que el cáncer conlleva una larga y penosa travesía por el desierto, un choque militar con todos los destrozos que se derivan del mismo “encontronazo”, y ahí es donde los pacientes debemos dar el callo, ser un auténtico ejemplo de coraje y fortaleza para todos.

Sería bueno plantear por qué casi hemos desterrado de nuestro vocabulario actual el sustantivo “compasión”, ese impulso a aliviar dolor o sufrimiento ajeno, deseo de remediarlo y evitarlo. En definitiva, de eso se trata, y, a pesar de las paradojas del lenguaje y de la creencia popular de que algo habrá que decir, tal vez convenga decir menos, exigir menos, batallar menos y estar más.

Resulta más productivo y alentador revisar la etimología del verbo cuidar (cogitare, en latín) y dedicar esmero, entrega de tiempo y afecto a la persona cuidada. Sin guerras. Sin batallas.

(Publicado en The Conversation en junio-2021)

miércoles, 9 de julio de 2025

El lenguaje de la enfermedad


Leo en El País: El actor australiano JulianMcMahon  falleció el miércoles 2 de julio a causa del cáncer, según ha revelado este viernes su esposa: “Con el corazón abierto, deseo compartir con el mundo que mi amado esposo murió pacíficamente esta semana después de un valiente esfuerzo para superar el cáncer”.

Solo voy a reproducir este párrafo, porque me conmueve los cimientos más profundos de mis entretelas, o sea, que me produce un cabreo colosal, un disgusto morrocotudo; y no es por la muerte del actor, lamentable, cierto, sino por una parte del comunicado que ha redactado la viuda, en concreto, la frase que destaca “murió pacíficamente…después de un valiente esfuerzo para superar el cáncer”.

No me cansaré de abanderar, difundir, promover la idea de que no se trata de una lucha contra el cáncer, ni contra la Ela, ni contra la malaria…añadan la enfermedad que deseen, la que más pavor les provoque, la que mejor conozcan.

Es cierto que al hablar del cáncer siempre se hace en términos beligerantes: el enfermo lucha denodadamente contra un gigante. Porque esa es la imagen que mantiene de manera insistente el discurso social.

He impartido conferencias, participado en foros, asistido a medios, escrito artículos al respecto y lo hago desde la más sentida, sincera y doliente experiencia.

Como paciente de cáncer, nunca, nunca sentí que tuviera que blandir una espada y clavársela a ese monstruo que me tenía postrada en la cama, aislada en la habitación del hospital, con fiebre altísima, aplásica, dolorida y semiinconsciente, inerme y sin hálito para contestar a mis hematólogos.

Nunca me exigieron una sonrisa, ni una actitud combativa, y me consta que existen facultativos que lideran ideológicamente la lucha perpetua contra la enfermedad: expresiones del tipo: “¡venga!, un poco más, sigue, no te rindas, campeona, tú puedes…”

Verán: ni somos campeones, ni nos da la fuerza ni el ánimo para pelear y mucho menos para batallar y rendirnos. Ya tenemos bastante con el tratamiento, las pruebas médicas, las medicinas e intentar conciliar unas horas el sueño.

No estamos en una justa medieval ni tenemos que demostrar a nadie esfuerzo, valentía… Aquí lo dejo, porque mis hijos me acaban de recordar: “mamá, tu cáncer es tuyo, y el de los demás, el suyo”. Parece que ese sentido de pertenencia personal e intransferible permite que cada enfermo de leucemia, migrañas, fibromialgia… adopte su propia actitud.

Habría mucho que hablar sobre el valor, la fuerza y el daño de las palabras (queda pendiente)


miércoles, 28 de mayo de 2025

Generación “milenial”, generación Y, generación de cara de besugo

Millenials

Más allá de toda la literatura que inunda internet sobre esta generación, mi opinión de hoy no pretende ser un escupitajo dominical sino una descripción de cómo vivo yo, boomer irredenta, la existencia de los “ojos de besugo” cual emoticono en la red.

No hay acuerdo ni en cómo escribir el término que engloba a quienes tienen en la actualidad una edad entre los 32 y los 42 (año arriba, año abajo): que si con doble ele, que si con doble ene, que si son los Y, los que siguen a la X o preceden a los Z.

Por más letras que pongamos, los “milenial” estorban, sí, sin paliativos, están a medio hacer, les falta un punto (por ser generosa) de cocción, un último hervor: han reducido su interacción social y lingüística a la mínima expresión.

Por partes. Y siempre desde mi punto de vista personal, testado una y otra vez, uno y otro día en uno o en otro sitio, diré que poseen nula capacidad de reacción: siempre están en medio de todo y de todos: quietos, sin moverse, esperando que alguien les dé la indicación de que se aparten: que quiero introducir el tique del aparcamiento en el cajero y tú estás delante, “pasmao”; que su carrito de la compra interfiere mi acceso a la rampa mecánica para llegar a mi coche… se les pide perdón, se giran, y la misma cara de lerdez supina de siempre; que los cochecitos eléctricos en que pasean por el centro comercial a su prole, te rompen el tobillo, ¡ay!, es que no me he dado cuenta, que su niña se tira al suelo haciendo la croqueta y berreando como cerdo en la matanza…dejémosla que exprese su interior exaltado. Vaya amasijo de “destalentaos”.

MillenialEstán y parecen ser un musgo. Como tiene que haber de todo, ahí van los “milenials” que pueblan un universo en el que está prohibida la palabra NO, por ejemplo, que lo mismo se trauman sus vástagos, pobrecitos…; nunca amplían el foco más allá de su ombligo, porque alguien, tan “milenial” e “iluminao” como ellos, les ha dicho que trabajen la improvisación, las energías, la conexión mente-cuerpo, el “jipismo trasnochao” y que den rienda suelta a las emociones…claro, que estos dictados les explotan en la cara de “acarajotaos” que lucen porque no han cultivado la decisión, la resolución de conflictos y la empatía en tantas situaciones vitales. El día que tocaba la lección del ser humano es un ser social, se la perdieron o estaban a por uvas.

Se mantienen en una parálisis física y conductual que bloquea al resto que les rodeamos.

Me estoy dando cuenta de incumplir mi promesa inicial, y sí, me está saliendo de las tripas un escupitajo contra ellos.

Por hoy, basta; solo me gustaría añadir la pena que siento por los profesores que les toca enseñar a esta patulea de hijos de “milenials” durante la educación académica que les imparten, porque de la otra, de la educación emocional y social…ni atisbo.

Seguiré, seguro…

sábado, 17 de mayo de 2025

Leer con devoción para escribir con corrección

 

fichas de scrabble desordenadas

Hagamos historia: algunas luces de esas que iluminaron el siglo XVIII debieron iluminar también a los académicos neoclásicos cuando la Ortografía de la Academia de 1741 supuso un compendio sistematizado que regulaba, como lo hace hoy, la normativa ortográfica del español, elaborada entre la RAE y las academias correspondientes en Latinoamérica. De ahí su consideración de ortografía panhispánica.

Con dicha compilación se pretendió, y se sigue pretendiendo hoy, fijar las voces y vocablos de la lengua castellana con toda su propiedad, elegancia y pureza. Su lema “Limpia,fija y da esplendor” continúa vigente en la actualidad.

Intelectuales de la talla del padre Benito Jerónimo FeijoóTomás de IriarteMelchor Gaspar de JovellanosJosé Cadalso o Leandro Fernández de Moratín, junto a importantes traductores como Alberto Lista y José Marchena, entre otras figuras de gran relevancia, se vieron muy comprometidos y especialmente vinculados con la academia.

Esta institución, según el artículo primero de sus estatutos, tiene como misión principal velar por los cambios que experimente la lengua española, en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes. También que no se quiebre la unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico para conservar el genio y el alma propios del idioma –tal como ha ido consolidándose con el correr de los siglos– y establecer y difundir las normas y sus correcciones para contribuir a su esplendor.

“Pero si mi hijo lee…”

Es un lugar común escuchar: “Pero si mi hijo lee…”, como si la lectura fuera la panacea para la buena y “correcta” ortografía. Alguno de mis alumnos me ha llegado a espetar: “Pues Juan Ramón Jiménez escribía todo con jota”. Tal cual. Pero ocurre que no somos el poeta onubense.

Resulta difícil hacer que la propia naturaleza haga que unas personas lean y otras no. Incluso a que unas lean y también escriban de forma apasionada y artística y otras no. ¿Estamos entonces ante una disyuntiva fatalista? ¿Será que los hábitos familiares influyen en estos comportamientos? No… O no solo.

Gusta de leer el que ha leído. Pero ¿por qué ha leído? Acaso por predisposición. ¿Y qué podríamos hacer para despertar el placer de leer entre quienes no han leído ni se sienten atraídos por la lectura? Existe un solo camino, aunque no garantiza el éxito: es el camino de la disciplina espiritual, el de la educación de la inteligencia y de los sentimientos.

Si tenemos en cuenta los datos de la Federación del Gremio de Editores de España constatamos que el 31,5 % de los españoles no lee y que el porcentaje de lectores en 2019 alcanzó un 68,7% de la población. También es interesante saber qué lee la población que lee.

Poca lectura y escasa escritura

No son quimeras quijotescas las que vengo a proponer. Llevados por la utilidad pragmática, nos vemos abocados a la escasa lectura y poca escritura, académica y creativa, a pesar de que leyendo y escribiendo indagamos en los misterios del universo con una lengua que nos permite pensar y actuar fuera de los espacios cerrados de las ideologías políticas.


La ortografía, pues, asegura una claridad de pensamiento, es decir, la estructura de una efectiva comunicación.

Por eso, hay que leer. ¿Pero qué? Desde mi punto de vista, animo a leer de todo. Así lo ratifico en la universidad: desde un prospecto farmacéutico a la caja de dentífrico; desde el orden del día de la comunidad de vecinos a los panfletos del metro; desde el anuncio luminoso metropolitano hasta los faldones televisivos. Y, por supuesto, libros en cualquiera de sus formatos. Leer y escribir. Leer y escribir para compartir experiencias, opiniones, ideas, anhelos, miedos e ilusiones…

Porque con las lenguas, ortográficamente correctas, va todo un mundo de ideas, sentimientos, tradiciones, historia… cultura, en una palabra. El español actual, lengua de gran extensión geográfica, que mantiene la unidad sistemática –gracias a la ortografía– en la infinita variación de sus realizaciones, llega al siglo XXI fortalecida en la convivencia fecunda desde las Glosas Riojanas.

La importancia de la ortografía

Ahora bien, las palabras actuales adquieren significados y matices variables con lo que dan así origen a las tan frecuentes equivocaciones: el parapeto lo pone el escudo siempre protector de una ortografía garante de su sentido auténtico. La ortografía, pues, asegura una claridad de pensamiento, es decir, la estructura de una efectiva comunicación.

Hoy es muy frecuente sentirse obligado a responder a preguntas relativas a la ortografía: “¿Cuánto cuentan las faltas?” “¿Esto para qué sirve?” Son inquietudes  que plantean algunas personas próximas con las que charlamos y estudiantes poco proclives a la lengua, a la literatura, e incluso a la cultura.

Escribir con corrección asegura una claridad de ideas necesaria para cualquier acto comunicativo. Más allá de los avances técnicos que internet nos proporciona para no cometer errores ortográficos, la ortografía facilita la preservación unitaria de una lengua a cuya evolución han contribuido millones de hablantes y que debemos dominar.

Un mensaje sin faltas de ortografía ayuda al receptor a comprender su contenido y a evitar ambigüedades y distorsiones, y de ahí una mala interpretación de las intenciones escritas. La ortografía supone nuestra tarjeta de presentación al otro sea quien sea.

Fichas de scrabble
Dice mucho de nosotros, más allá del ámbito académico o profesional; no importa si nuestra área poco o nada tiene que ver con lo que se denomina “letras” frente a números o ciencias. El ser humano es sociable y, como tal, necesita relacionarse en sociedad. Por eso debemos prevenir los deslices ortográficos, reflexionar antes de expresarnos de forma escrita, tomar conciencia de nuestro pensamiento y hacerlo llegar “limpio” a los demás, sin ruido ni confusiones.

Por eso, cuidemos la ortografía. Leamos y escribamos. Leer, siempre leer. Para vivir.

Publicado en "The Conversation" en enero de 2021.