paseando por Maroua, donde el tiempo pierde su medida
Bofetada de calor nada más
aterrizar a mi destino: Maroua. Ruidos, bocina y motos, carreteras si asfaltar.
Chilabas blancas y celestes, trajes occidentales. Y yo. Parece que en ese
momento soy la única europea en la ciudad.
Hace algunos años… mi viaje a
la Universidad de Maroua en Camerún a finales de septiembre y principios de
octubre.
Más motos. Muchas y veloces.
Propias y ajenas a modo de taxi y medio de locomoción, como si fueran minibuses
porque encima de ellas se encaraman hasta cinco personas…y tan a gusto y tan
cómodos. ¡Qué pericia!
Y los baches y el polvo. Gente
y más gente por la calle principal y por las aledañas.
Voy con las ventanillas del
coche de mi anfitrión, abiertas, y a paso de tortuga en pleno atasco de más
motos, bicis y gente andando… saco el brazo para que me dé el aire. Los niños
caminan a nuestro lado y me saludan “¡¡Madame, madame!!” Soy la gota de leche
en medio de esta población risueña, bulliciosa, feliz y festiva.
No hay carriles ni separación
en la vía transitada por una masa colorida que se dirige con calma, una no sabe
bien hacia dónde. Se escucha música atronadora que escupen transistores de
puestos ambulantes, con voces chillonas que mercadean yuca, plátanos…
Cosmogonía temporal. A mí me
da la impresión de que los minutos se espesan, que las horas se han paralizado.
El tiempo no pasa, se deja pasar, está y existe pero no tiene medida.
Me invitan a tomar la cerveza
más típica, la 33. Sentados y sin prisa, una tras otra. Pasa la
tarde calurosa. Algunos piden refrescos, depende de la confesión religiosa de
los parroquianos que hoy me agasajan con un rato de ocio después de mis clases.
¿Un rato?
Anochece y la lamparilla de
nuestra mesa nos ilumina levemente, me cuesta ver sus caras, adivino sus ojos.
Continuamos al aire libre, sin tiempo.
Calor, mucho calor aquel final
de septiembre y principios de octubre.
Charlas y parloteo, la palabra
proferida, debajo o no del baobab, de tan larga tradición africana: hablar y
hablar… Paciencia, “el destino manda”, me aseguran, “si la vida no depende de
uno, ¿para qué preocuparse?” Filosofía pura en el corazón africano tan lejos de
mi tierra.
Maroua me parece un desierto,
muy próximo a Nigeria, limítrofe con este país tan convulso y peligroso. Se
mezclan en sus parajes, planos y yermos, los colores amarillo dorado y verde
pálido. Arbolitos escuálidos en las márgenes de la carretera, poca sombra
prometen a escasas cabras raquíticas.
Amabilidad a raudales,
cercanía, apretujones en el mercado, me aturullo con tanto hableteo, tanta
cháchara: todos se deshacen en sonrisas, mezcla de olores y aromas
indescifrables para el olfato occidental; cerca la mezquita y la fiesta del
sacrificio del cordero. Me cubro la cabeza y me ubican en la explanada separada
del lugar asignado para los varones que ocupan espacios delanteros. Sí, la
única europea en un país al que nuestros misioneros y monjas iban a catequizar…
Conforme pasan los días ya no percibo la coloración epidérmica. Han conseguido que me sienta una más, la profesora que va a impartir unas lecciones de español.
Los días comienzan con
temperaturas apacibles y viento suave hasta que al mediodía se arranca un
tormentón tropical que bambolea peligrosamente las ramas de los árboles. El
tiempo sigue dilatándose…
Se va la luz. Sistema
eléctrico, out of service. “No pasa nada”, me dicen, “comme
d’habitude”. Esperamos y dentro de un rato vuelve la luz y con ella la energía
artificial porque la solar pega de lo lindo. La arena de las calles ha sorbido
con fruición la lluvia torrencial de hace unos minutos.
Abanico, gafas y fular,
sombrero… no hay duda, no soy de Maroua, muy foránea.
Lo que siempre hemos visto en
imágenes y en visitas tridimensionales tras la pantalla, ahora lo perciben mis
sentidos. Estoy ahí en medio de ese mapa tranquilo y quieto a pesar del
movimiento urbano. No advierto prisa. De nuevo el tiempo se ensancha tanto que
llega a desaparecer. Para mí es un mundo inhóspito, exótico por lo diferente y
desconocido.
Pruebo la “soya” y aprendo a
comer con la mano ese plato típico envuelto en papel. Me cuesta, pero me fijo
en cómo lo hacen quienes me rodean. Y siempre la 33. Toque de queda
a las 8 para las motos y a las 9 para los coches. Ni entrar ni salir de la
ciudad. Se oye a lo lejos rezar, la voz que llama a la oración… Silencio en la
ciudad. A mí me pilla un día en un bar, otro en el hotel, siempre vigilada por
policías apostados a la entrada, no son tiempos para andarse con tonterías:
Boko Haram, al acecho.
Son entusiastas, agradecidos,
tienen la ilusión de salir de su ciudad, de su país y viajar a España que les
atrae como los cantos de las sirenas. Tertulieo y más descanso. Compartir sus
ansias de futuro, sus conversaciones más personales: siempre con la mirada
puesta en el continente europeo.
Y más calor, polvo y gente.
Mucha animación.
Resulta que en mi burbuja
“intelectual” soy la única autoridad, indiscutible para ellos. Mantienen una
actitud de casi servilismo y sumisión. Un respeto acendrado que me impresiona y
una distancia en el aula que me asombra.
Poseen unos profundos y
sólidos conocimientos de lengua y literatura. Yo he ido para sacudirles un poco
el estilo libresco en sus conversaciones, relajar el idioma que están
aprendiendo y hacerlo más familiar, sin ir pegado a lo literario.
Delgadísimos y muy oscuros. Me
han enseñado las distintas tonalidades del negro con una naturalidad
apabullante, como no podía ser de otra manera. Otros mundos otros parámetros.
Otra cultura. Ya no siento el paso del tiempo. Me ha atrapado y ahí estoy.
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