Cuando dices que vas a Lisboa, se ilumina la cara de quien lo escucha: “¡te va a encantar! ¡Qué ciudad, es preciosa!, ¡qué suerte!”
Cuando aclaras que es tu cuarta
visita, las afirmaciones anteriores se redoblan: “¿a que sí?, ¡seguro que vas a
descubrir cosas nuevas!, ¡yo viviría allí! …”
Y cuando concluyes que no, “que
no me gusta, nada, pero nada es cero” que es la cuarta vez en la capital lusa y
que en esta ocasión acompañas a alguien por primera vez, la sorpresa y el
desencanto ajeno estallan en el otro.
Claro, que también me dirán por qué
insisto una y otra vez.
A Lisboa viajé durante la luna de
miel, un 1 de noviembre frío y neblinoso, gris y triste. Hotelazo.
A Lisboa volví un 9 de noviembre
para un congreso sobre Cervantes: frío y con huelga de taxis, buen tiempo y
excursiones a lugares turísticos. Hotelazo.
A Lisboa regresé un 30 de abril,
puente madrileño: con mi hija; soleado, buen tiempo, visitas a lugares
turísticos, restaurantes, fado. Hotelazo.
A Lisboa volví un 8 de agosto.
Vacaciones estivales, con mi hijo. Canícula, visitas turísticas y cultura.
Mucha interacción social. Hotelazo.
He creído necesario dar estos
breves apuntes para matizar mi aseveración: “Lisboa no me gusta y punto, pero,
por favor, no me perdonen la vida, no me miren mal”.
Parece que el sentido común
invita a identificar Lisboa con una suerte de placer, encantamiento y gusto que
a todo el mundo arrebatan, es decir al común de los mortales les gusta. Y a mí,
no.
Quizá lo común no sea lo natural,
es decir, que si a mí, una ciudad, en este caso, Lisboa, no me gusta, no estoy
adoctrinando, ni mucho menos expresando mi ideología, tan solo una opinión,
personal, valga el énfasis, de algo que va contracorriente, porque parece que
lo natural es que Lisboa le guste a todo el mundo; sanseacabó, y ojo de aquel
que diga lo contrario.
Pues bien, ni por costumbre, ni por
tradición, ni por sentido común, la opinión es un derecho que ejercemos. Y
tiene el valor que tiene. Como casi todo en esta vida, relativo y referencial.
La he visitado en varias
ocasiones y con diferentes motivos, le he puesto ganas, muchas y no hay manera.
No me gusta el fado, ni las calles empinadas, ni los taxis…
Me gustan el café, y los postres,
alguna librería y la fundación Calouste Gulbenkian.
Me gusta escuchar a mi hijo
hablar en portugués, a mi hija en inglés y a mi marido disfrutar del bacalao.
¿Ven? Algo es algo y es mucho.
Seguro que volveré…una vez más,
pero no para intentar que me guste ni para formar parte del sentido común ajeno
que propina a la menor de cambio que Lisboa gusta sí o sí a todo el mundo.
Hoy por hoy, Lisboa no me gusta y
tenemos la suerte, todos, de poder expresarnos así.
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