Comienzo un nuevo libro de Han Kang, ¿para pasar el rato? Imposible, como ya lo anticipé en mi anterior reseña, leerla es un no parar.
Podría parecer un título de amistad. Podría parecer un título de encuentro. Podría parecer…solo eso, y ya es mucho, “podría”.
Con la última Nobel las posibilidades se multiplican “ene”.
Dos amigas que han trabajado juntas en Seúl haciendo reportajes fotográficos y socioantropológicos, se encuentran. Dos protagonistas que dejan de serlo cuando una de ellas -convaleciente en una clínica especializada en injertos y trasplantes- le pide a la otra que acuda a la isla de Jiju a dar de comer a la cotorra que cuidaba con esmero materno.
Y hasta ahí, la anécdota. Y hasta ahí los dos personajes principales. Se inicia un viaje exterior e interior, temporal de nieve, ráfagas de viento, soledad y silencio, noche cerrada, transporte caótico hasta llegar a la casa donde el animalito ha fallecido.
Un camino a trompicones, caídas, heridas físicas y mentales, una palmera casi animada, un bosque tenebroso, un arroyo seco, nieve y más nieve. Claustrofobia e incomunicación.
El relato de la autora surcoreana nos cuenta la historia de su país desde 1948. Masacres, mina de cobalto, muertos sepultados, monte Halla, refugio de insurrectos, incendios de aldeas, devastación y horror, tortura de familias enteras.
A través de retazos atados con cordeles de algodón, surge un país al que los ojos y oídos de Han Kang dan la memoria: aterrada, arrepentida, resignada y comedida. El lector confunde en la línea de la noche que no termina de clarear sueños y pensamientos, conversaciones e imágenes, presencias y cadáveres. No es fácil adivinar si se trata de un cuento real o de la realidad contada con tristeza, con flecos de reconciliación incompleta.
Pero siempre domina la fortaleza y el aislamiento.
En ese lugar tan apartado y tan abandonado… ¿Estamos en Corea? Inevitable el recuerdo lacerante de otros tantos países dolientes en la centuria anterior.
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