Leo en El País: El actor australiano JulianMcMahon falleció el miércoles 2 de julio a causa del cáncer, según ha revelado
este viernes su esposa: “Con el corazón abierto, deseo compartir con el mundo
que mi amado esposo murió pacíficamente esta semana después de un valiente
esfuerzo para superar el cáncer”.
Solo voy a reproducir este
párrafo, porque me conmueve los cimientos más profundos de mis entretelas, o
sea, que me produce un cabreo colosal, un disgusto morrocotudo; y no es por la
muerte del actor, lamentable, cierto, sino por una parte del comunicado que ha
redactado la viuda, en concreto, la frase que destaca “murió
pacíficamente…después de un valiente esfuerzo para superar el cáncer”.
No me cansaré de abanderar,
difundir, promover la idea de que no se trata de una lucha contra el cáncer,
ni contra la Ela, ni contra la malaria…añadan la enfermedad que
deseen, la que más pavor les provoque, la que mejor conozcan.
Es cierto que al hablar del
cáncer siempre se hace en términos beligerantes: el enfermo lucha denodadamente
contra un gigante. Porque esa es la imagen que mantiene de manera insistente el
discurso social.
He impartido conferencias,
participado en foros, asistido a medios, escrito artículos al respecto y lo
hago desde la más sentida, sincera y doliente experiencia.
Como paciente de cáncer, nunca,
nunca sentí que tuviera que blandir una espada y clavársela a ese monstruo que
me tenía postrada en la cama, aislada en la habitación del hospital, con fiebre
altísima, aplásica, dolorida y semiinconsciente, inerme y sin hálito para
contestar a mis hematólogos.
Nunca me exigieron una sonrisa,
ni una actitud combativa, y me consta que existen facultativos que lideran
ideológicamente la lucha perpetua contra la enfermedad: expresiones del tipo: “¡venga!,
un poco más, sigue, no te rindas, campeona, tú puedes…”
Verán: ni somos campeones, ni nos
da la fuerza ni el ánimo para pelear y mucho menos para batallar y rendirnos.
Ya tenemos bastante con el tratamiento, las pruebas médicas, las medicinas e
intentar conciliar unas horas el sueño.
No estamos en una justa medieval
ni tenemos que demostrar a nadie esfuerzo, valentía… Aquí lo dejo, porque mis
hijos me acaban de recordar: “mamá, tu cáncer es tuyo, y el de los demás, el
suyo”. Parece que ese sentido de pertenencia personal e intransferible permite que
cada enfermo de leucemia, migrañas, fibromialgia… adopte su propia actitud.
Habría mucho que hablar sobre el
valor, la fuerza y el daño de las palabras (queda pendiente)
¡Qué
tiempos aquellos los del tiranosaurio rex o del velociraptor! Más allá de sus
rugidos, nos resultaban familiares porque defendían a su familia en un hábitat
contaminado por la despiadada mano humana.
Ahora
se han producido unas mutaciones, y en la última entrega de Michael Crichton,
aparecen unos engendros mezcla de avatares, gremlins y godzilla.
La ambición capitalista para comercializar un fármaco contra las cardiopatías
irrumpe en un paraíso idílico. La venganza de los monstruos no se hace esperar:
tragan a unos y despedazan a otros; sorpresa va y susto viene.
Al final, se
impone el orden en un “mundo” Jurásico donde se lucha por la salvación
de la humanidad; un poco de populismo, gotas de moralina norteamericana,
efectos especiales a cascoporro, diálogos con ciertas ínfulas de trascendencia,
final feliz y todos a casa… tan contentos.
Aquel
Tiburón que (nos) aterrorizaba en 1975, ha vuelto…animal y hombre por la
supervivencia. Ha comenzado el verano: pistoletazo de salida para los estrenos
estivales en las salas de cine refrigeradas.
Seguro
que hay quien al leer esta breve reseña encuentra vestigios de la actualidad
sociopolítica allá donde se encuentre vacacionando.
Bernarda Alba, esa sesentona lorquiana siempre me ha atraído. Igual que doña Rosa, la dueña del café de Cela. Ambas comparten en su nombre vocales abiertas y parece que van a ser mujeres esplendorosas, llenas de vida como el apellido de la primera, Alba blanca y prístina, al amanecer, o la mujerona que mueve el trasero entre las mesas del establecimiento que regenta en La colmena.
Mucho se ha dicho de ellas, mucho… y todavía inspiran páginas, expresiones y expresionario, interpretaciones, intralecturas e intertextos. La casa de Bernarda Alba de 1936 y La colmena de 1951 son dos obras clásicas, fundacionales, diría yo, con un contenido mollar digno de aquellos tiempos, de esas décadas del siglo XX tan apretadas y tan intensas.
Bernarda es una “tipeja” que cae mal, una matrona malencarada, para algunos epítome de la represión familiar. Bastón de mando en ristre no lo deja ni a sol ni a sombra; lo único que va a haber en esa casa, sombras y lobreguez. Un ambiente lúgubre anticipatorio de la tragedia conocida por casi todos los lectores del autor.
Y doña Rosa con su “leñe y “nos ha merengao” no presenta cara de hacer migas ni de hacer amigos, porque no los tiene. Para muchos, insolente.
Dos vecinas…
María Luisa Ponte como Doña Rosa en La Colmena
Ambas impresionan y coartan a todo aquel que se acerca a ellas. Han de defender su terreno, son mujeres de armas tomar.
No se conocen, pero comparten muchos rasgos en común, penas y miserias, rabia contenida y deseos insatisfechos: dos comadres que sentadas en el patio de viviendas contiguas, podrían sincerarse.
No lo tuvieron fácil ni la una ni la otra más allá del espacio y el tiempo que las separa: unas coordenadas que desde mi punto de vista las aproxima. El contexto sociopolítico de la doblemente viuda no estaba para echar las campanas al vuelo, y después de la muerte de sus dos maridos, es la madre, la encargada de ser como la mujer del César: no solo honrada sino parecerlo y sobre todo con el gineceo doméstico que ha de domeñar: Angustias, Magdalena, Amelia, Martirio y Adela, jóvenes casaderas con ganas de vivir sentimientos y de gritarlos, principalmente. Si una, la mayor y fea, Angustias, ya tenía la vida encarrilada y el futuro solucionado por mor del matrimonio convenido con Pepe el Romano, el resto se debían morder la lengua, las ganas y encubrir la pasión y el deseo. Ya les llegaría el tiempo de maridaje, por ahora, había que guardar luto, ocho años, por el padre muerto y en esa casa no iba a entrar ni resquicio de luz, persianas y ventanas cerradas a cal y canto. A esperar, a coser y…cantar, bueno, a callar.
Lejos de Granada, en Madrid, doña Rosa es la jefa indiscutible de una patulea de clientes a los que desprecia desde sus más íntimas entretelas: que le paguen y que desocupen las mesas para otros comensales (que poco ingieren, la verdad). Pasar el tiempo, las tardes invernales, el tertulieo…está bien si consumen, si no…”¡a la puta calle!” parece rumiar siempre que se aposentan más del tiempo establecido.
En aquella localidad granadina, no dejan de oírse los cascos del equino, el sonido contra el losado, síntoma de que Pepe se acerca a la reja de cantaleta con la novia: pero Angustias lo nota distraído, casi ausente, no osa preguntar, más vale, cremallera y darse un punto en la boca; a mal tiempo, buena cara. A los hombres no se les incomoda, le enseña su madre. Y ella, obediente, ni mú, sin replicar a quien tanto ha vivido.
Representación teatral de La casa de Bernarda Alba
Ese caballo que por las noches asedia afectos y desenfrena la imaginación, se convierte en detonante de la tragedia que se cierne sobre la casa Alba. Más allá de cerrojos y postigos, el amor y la pasión se abren camino: difícil poner puertas al campo (y a la ciudad diremos también).
Habitaciones claustrofóbicas de hermanas celosas donde les hierve la juventud, las ansias de volar, y les escuecen sonidos noctámbulos de conversaciones susurradas; impulso de romper muros y saltar paredes. Pepe y Adela son los modelos del amor omnia vincit, bueno más o menos. Porque si no es para mí, para nadie cual decisión salomónica. Si no puedo gozar de él, mi cuerpo mejor yerto.
En las primaveras, doña Rosa se alegra, dicen los que la observan, atenta a las jóvenes que pasan por su café luciendo brazo descubierto por las temperaturas preveraniegas que se adivinan en la capital: aunque son más bien habladurías pues los habituales saben que es una autónoma de armas tomar y que no cede un ápice el negocio que la sustenta y que la hace baluarte de independencia y empresaria por muy mal dados que vengan los tiempos… y los 50 no estaban para tirar cohetes; aunque ella de buen ver y oronda solo vela por los “amadeos” no es de ochenas ni perra gorda. Lo suyo le cuesta arrastrar sus arrobas frente a la escualidez de los guiñapos que acuden a tomar achicoria doblemente colada.
Dos amigas con vidas trasegadas…
Doña Rosa y Bernarda Alba, de haberse conocido, hubieran sido buenas convesadoras en su patio interior o en la calle, resguardadas de la solanera. Se habrían juntado a esa hora de la siesta a planear bodas y nuevas formas de ampliar el negocio, seguro.
Versión cinematográfica de La colmena
Bernarda Alba, para algunos, resulta una mujer de tal reciedumbre que la han interpretado varones en teatro y ballet con acierto desigual. Parece que no se llevaba una mujer de ordeno y mando, eso era más propio del elemento masculino, pero esa madre enjuta hacía con sus hijas lo único que podía y había visto en su juventud: sujetarlas para que no se desbocaran y perdieran el juicio como la tía de las jóvenes María Josefa…y sobre todo mantener a buen recaudo la virginidad hasta el momento de matrimoniar.
La acusan de ignorante y de insensible, de personalidad pétrea y carácter inapelable; normal, con la que se le venía encima: ninguna mujer apta para arduos trabajos en el campo solo quedaba esperar y amagar el deseo juvenil de experimentar lo que sentían.
Y creo que lo hacía según marcaban los cánones… muy bien, ni un pero ni una tacha hasta que Pepe irrumpe en los dominios de Adela y la matriarca ve cómo se tambalean los cimientos de esa casa tan honorable.
Armada de escopeta, dispara contra quien perturba el buen nombre, sin atinar. Y ante la creencia de que ha muerto, Adela se suicida: un nuevo rapto mortal femenino después de aquel acaecido en 1499 por Melibea que no se ve con fuerzas para seguir viva si su amor yace en el suelo.
Doña Rosa le acompañaría en el duelo a Bernarda y la consolaría porque seguro que iba a compartir la ingratitud de esas jóvenes que estando a la sopa boba no son conscientes de lo mucho que deben a la figura materna. La dueña del café convertida en una suerte de tía Tula, madre sin parir, madrina rígida de sus clientas y sus empleadas, vela por el cumplimiento de la cuadrícula que marcaban años de tristeza, paz y pan. ¡¡Qué más se podía pedir!!
Bernarda y doña Rosa en el presente…
La colmena de Camilo José Cela
Bernarda y doña Rosa se verían mujeres empoderadas, sin necesidad de un hombre a su lado que las salve o las proteja. Se han curtido a puro golpe vital: apretar mandíbula y seguir, de aquí no se mueve nadie, porque yo lo digo y yo lo valgo.
Sentirían la soledad de unos tiempos ásperos que les han birlado bailar y disfrutar y tontear por la avenida del pueblo, por el paseo del Prado. Ver cómo les guiñaban el ojo, escuchar insinuaciones escandalosas y creerse mujeres.
Resignadas pero con arrestos, mientras hay vida hay esperanza, se levantarían para seguir manteniendo atada su casa y limpio el café.
Con la muerte de Adela, Bernarda hace acopio de una solidez encomiable: nada ha cambiado: la pequeña ha muerto virgen. Doña Rosa, “testiga” de tanto dolor y penar entre los hombres que pululan y llenan su salón, se sacudiría recuerdos y avivaría el ánimo de soledad pero con dinero; algo es algo.
De 1936 a 1951… cuánto dolor, cuánta guerra, cuánta miseria y cuántas vidas.
Féminas sin macho al que deber pleitesía. Lorca conocía muy bien historias de ese cariz, cercanas y oídas a su madre y a sus tías; Cela caminante entomólogo diseccionaba la sociedad madrileña a su gusto y ambos encontraron dos mujeres que se avenían a las circunstancias de cada momento. El prebélico y el de la posguerra. Ambas unidas por la guerra civil que sangró familias y hermanas. De la heredad Alba al café de doña Rosa, las jóvenes habrían postureado con escritores y militares, algún académico o tendero y tendrían amigas de la capital. Difícil para los madrileños revertir el fenómeno del éxodo rural cuando el agro no les daba más que penurias y malvivir.
La luz que se cortaba en los pisos del Madrid de 1951 la apagó Bernarda después del funeral. No había motivo de fiesta. Mejor la oscuridad para esconder la negrura del alma que asolaba los destinos de unos seres humanos, unas mujeres a las que les pesaba la vida como la anatomía opalandosa de doña Rosa.
La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca
Ambas arreglarían el mundo, juntas y mirando al frente. Apoyada la madre en su bastón, y su vecina disfrutando de un buen café vespertino.
Bernarda con un ojo puesto en sus hijas y doña Rosa en su café. Quien tiene tienda que la atienda y así iba España, amagando el futuro, sorteando los baches…en plena supervivencia. ¡Tan duro para mujeres! A resguardo de las tentaciones, día y vida. Ceño fruncido y grito a tiempo; que nadie se desmande: taconazo y cada una a su sitio.
Los dos escritores sabían qué se traían entre manos: de tanto observar, de tanto mirar, plasmaban con o sin filtro, como el tabaco cuyas volutas consolaba los malos días, el devenir de una España tan auténtica como genuina y con sus heroínas conseguían el juego de espejos de la ficción, de hacernos creer que a pesar de reconocer la realidad más real, solo era literatura, pluma y ejercicio de escribir.
Cela y Lorca crearon mujeres, con las que tuvieron cierto trato, aunque no lo afirmen, que forman parte del universo literario, modelos inefables. Saltan de sus páginas y viven a nuestro lado, nos acompañan y nos bisbisean al oído, por lo bajini, no sea que las escuchen oídos intempestivos. Bernarda y doña Rosa se confiesan y nos advierten, quién sabe si sus conciencias mordientes necesitan el perdón del lector, cierta conmiseración que justifique sus vidas “ficticias” que el demiurgo respectivo imaginó y creó para la posteridad.
Son dos mujeres que se alzan sobre el coro de otras melodías solapadas y a veces silenciadas; les tocó a ellas apechugar con familia propia y ajena. Ser madre y viuda de hijas en edad de merecer por aquellos años 30 debió agostar el cariño soterrado hacia su progenie y para “dirigir” un café con clientela eminentemente masculina a una soltera (¿solterona?) en aquellos años 50, hacía falta reaños.
Dos mujeres y dos épocas, dos Españas tal vez o tan solo dos caras de una misma moneda. Configuran un contexto histórico y social, ideológico y personal que leemos y recreamos con interés y con curiosidad.
Desafiando a las incomodidades de la tarde: un calor que convierte el asfalto en mantequilla y un tráfico aliviado por la "operación salida" pero, agravado por los preparativos del desfile de mañana y que dificultaba a ratos el movimiento por las inmediaciones del Centro Riojano, poco a poco fueron llegando. Ellos. Los poetas. Las poetas. Y mi poeta amiga, mi amiga poeta: Pilar.
No tuve la curiosidad de contarlos: veinte, treinta, no sé...
Escuchaban su nombre y se dirigían al estrado para leer uno de sus poemas.
Leer. Intuyo que "recitar" o "declamar" ha quedado anticuado, no lo escucho ya. Sin embargo, yo advierto diferencia entre leer un poema o declamarlo. Y, esta tarde, muchos leyeron su poema y alguno, algunos, lo declamaron.
"Recitar la prosa o el verso con entonación, ademanes y gestos adecuados" dice la RAE que es "declamar".
El animalario real y fantástico siempre ha sido un buen material de construcción literaria; sus autores, anónimos o identificados, se esconden detrás de sus bocas para dar rienda suelta a una pluma acerada y pretendidamente sabia; bajo el escudo protector de ese “zoo” insólito destilan opiniones, creencias, críticas y juicios a cascoporro, sin miramientos, límites ni cortapisas: caiga quien caiga, ahí va la lección.
Los escritores y las escritoras de este tipo de género literario vienen a ser el maestro titiritero que mueve los hilos de unas figuritas animadas que danzan al son del demiurgo creador.
No deja de llamar la atención que desde edades párvulas se (nos) inicia en la lectura con estos personajes, muchas veces comparsa, pero, en la mayoría de casos, elevados a rango de protagonistas.
Hace mucho, mucho tiempo, la fauna habla y habla por los codos, son lenguaraces, -algunos, “bocachanclas”, diríamos hoy- dictadores de la verdad, sabios en potencia y en realidad, en la teoría y en la práctica y la gran mayoría pronuncia discursos ciceronianos, dan ejemplo recto de vida recta, en una suerte de voceros que todo lo conocen, sin escatimar tono conminatorio, apuntando con el dedo índice.
Está claro y no conviene perder la perspectiva, por más envolvente que resulte el juego de espejos, que detrás de todo ese “matonismo” intelectual -bajo el charol literario-, es la mano y la mente del humano autor quien se asoma.
Historias de animales, historias de personas…
A don Juan Manuel no le dolieron prendas en amonestar, sermonear, enseñar y divertir, por supuesto, a su público y al venidero con su poliantea El conde Lucanor, donde iban y venían pollinos, león y zorras, búhos y halcón, hormiga y cuervos…en un contubernio desbaratado mezclado con humanos de todo tipo, clase y condición; lo mismo atravesaban caminos “meseteros” que gritaban de plaza en plaza su mercancía.
Y aquella gacela veleidosa y el ciervo lírico correteando y jugando al escondite por la foresta mística de san Juan de la Cruz: fue tan “complicado” salvar las sospechas de la inquisición que por si las moscas, versionó en prosa (casi paladina) tanto Cántico espiritual, no fuera a resultar demasiado terrenal.
Y el “gaterío” que organizó Lope de Vega, dando cita a gatos y gatas de un tejado a otro: vaya fiesta montaron, relamiéndose los bigotes y solazándose con sus ojos felinos al observar todo lo que acontecía en aquel viejo Madrid áureo; resultó un brindis al viento en formato de poema aquella Gatomaquia.
Muy en boga está el fenómeno de los cuentacuentos, tan didácticos, tan ejemplarizantes…El escorpión, el elefante y el cocodrilo se mojan y no se salvan siempre, atraviesan ríos y se agazapan en la selva, y con su prosa pastelera de narradores orales africanos se ríen a carcajadas de otros mundos de otros lugares inaccesibles para ellos.
Fábulas de siempre. La moraleja…
Parecería, pues, que la vida de los humanos necesita de unas pautas ¿literarias? y el mensajero más adecuado para consignarlas fueran los animales, animalitos animalacos… (con toda suerte de sufijos connotativos); podría pensarse que el creador no se siente cómodo, dando consejos, es decir, poniéndose por encima de sus iguales desde una actitud de conocimiento experiencial frente a la bisoñez de otros, más ingenuos y menos avezados en cuestiones vitales y necesita de la argucia “animalesca” para que hablen por él.
Por eso sería interesante reflexionar sobre la conveniencia de la lectura de lo que se denomina “consejas”, o sea, cuentos, fábulas o patraña de sabor antiguo, tal y como lo define la RAE.
Una de las principales características, esenciales diría yo, en este tipo de narraciones es la moraleja, o sea, una enseñanza, o un conocimiento para adiestrar, instruir y educar al lector sea iniciado o no en cierta preparación vital.
En muchas ocasiones, dicho “magisterio” adopta un aire de ficción y fantasía, pero sin perder de vista el concepto “moral” referido a costumbres adquiridas y asimiladas por una cultura determinada.
Al hablar de moraleja entramos en un terreno resbaladizo; la línea entre lo que se acaba de definir y el imaginario popular es muy fina, y fácilmente se llega a la conclusión de incurrir con esos relatos en “moralizar”, hecho evitable, sin lugar a dudas.
Pero, ¿qué postura adoptar ante las fábulas de siempre con su moraleja correspondiente?
Me atrevo a apuntar que los tiempos que vivimos no son propicios para “señalar” el camino de ninguno de los lectores, -quizá otros piensen que hoy más que nunca se necesita una batuta orquestal-; y creo que de nuevo hay que reivindicar la multiplicidad de la intralectura, la polisemia que aportan las fábulas y que se deriva de la estructura profunda del contenido literario. Adquiere un valor muy reseñable el intertexto configurador del relato, así como el origen y la cultura del autor, la situación y las circunstancias en que se escriben dichas obras y la recepción que se hace de las mismas.
Un ejemplo concreto que nos gustaría comentar es el de La cigarra y la hormiga de Samaniego.
La cantante y la obrera…
Esopo fue el autor primigenio de La cigarra y la hormiga y posteriormente fue recreada por La Fontaine y Samaniego. En el caso del griego, los personajes son una hormiga y un escarabajo.
Después se sustituye al coleóptero por una cigarra y así nos llega hasta la actualidad: dos “personajas” femeninas en plena contienda por la supervivencia; la sororidad bioteria inexistente entre ellas, claro está, o eso podría parecer dados los distintos finales de la narración, alguno más extremo y contundente: la hormiga le da con la puerta en las narices a la cigarra, y otro más favorable y benefactor para la artista despreocupada al conseguir una pequeña dádiva por parte de la himenóptera.
De manera muy breve, recordamos que la cigarra, con la llegada del invierno, se encuentra -con hambre y frío- desprovista de alimento, y acude a pedirlo prestado a su vecina la hormiga, como si de dos comadres en la corrala se tratara. Ésta, “muy previsora”, hacendosa y ahorradora, que ha hecho sus labores en verano, temiendo no tener suficiente para ambas le niega el préstamo y le recrimina el haber pasado el tiempo haraganeando, cantando y durmiendo en lugar de conseguir acopio de víveres para la estación fría.
Esta sinopsis y lo conocida de la historia, nos invita a pensar en ambas, en las dos protagonistas y en la relación que podían mantener; podemos imaginarlas, una muy digna y la otra pedigüeña, una segura de sí misma, y la otra agotada del artisteo estival, sin provisiones que llevarse al cuerpo: “por tu mala cabeza” quizá se oyera. Hay muchos estudios sobre la anécdota argumental y muchos son los que interpretan a las dos según parámetros y perspectivas distintas. Nos encontramos ante el binomio trabajo/ocio.
Quien trabaja, tendrá un premio, quien descansa … ”que se las componga” y estas reacciones nos llevan al mensaje tan común de “sálvese quien pueda, esto es la guerra”.
Se me ocurre pensar en los escritores que idearon la trama: ¿qué se les pasaría por la cabeza, de quién se estaban vengando, estaban solapando algún desengaño personal? ¿Haciendo terapia o adoctrinando?
El didactismo que aseguran algunos críticos habría que cogerlo con pinzas, es decir, la constancia frente a la despreocupación. ¿Dónde quedan las frases hoy tan cacareadas del tipo: “carpe diem, a vivir que son dos días, día y vida, vive el momento, el futuro no existe, hoy es hoy y mañana, Dios dirá…”?
Si optamos por una posición ecléctica que a todos contente, los más templados invitan, a organizar nuestro tiempo y a prevenirnos sobre los zarpazos que atiza la vida.
Para otros, importa destacar la labor de equipo, la superación de los obstáculos, el bienestar social, la resiliencia y la adaptación…
Me gustaría terminar recordando la escena en la que interviene Santa, personaje representado por Javier Bardem -digno del Oscar- en la película Los lunes al sol (2002) del director Fernando León de Aranoa en la que, haciendo de canguro para un niño de 4 años, antes de dormir le lee la famosa fábula y afirma: “¡¡qué hija de puta, la hormiga!!” pues no le abre la puerta y le recrimina su dejadez. Inmediatamente la reacción de Bardem no se hace esperar y lo que llama la atención no es tanto el enfado reflejado en sus tacos, sino las ganas de preguntar quién ha escrito esa historia: “porque esto no es así, esto no es así; la hormiga esta es una hija de la gran puta y una especuladora; y, además, aquí lo que no dice es por qué unos nacen cigarra y, otros hormiga, porque si naces cigarra estás jodido, y eso aquí no lo pone, a ver…”
Cada uno con su fábula, cada cual con su interpretación de la escritura entre animales que enseñan a los humanos muchos comportamientos. ¿Tendrían éxito algunos de ellos? A los animales, me refiero.
Los amigos de la poesía, y tú si disfrutas con ella, tenemos una cita este viernes cuatro de julio a las 19 horas en el Centro Riojano, en el número 25 de la Calle Serrano.
Ediciones Vitruvio celebra su festival anual de poesía y este año, además, su treinta cumpleaños.
Estaré encantada si te acercas a degustar este acto poético, en el que también yo disfrutaré recitando alguno de los poemas de mi libro "Éramos esto", publicado por Vitruvio en este último año.
Recuerdo, hace tiempo ya, cuando enseñaba español para
fines específicos y me correspondía explicar la lección dedicada al lenguaje
económico-financiero, que se me abrían las carnes al pensar en la abstracción
de conceptos teóricamente monosémicos y unívocos, para evitar de esta manera la
polisemia y la ambigüedad comunicativa.
Me refiero a términos como “transacción”, “intermediarios”,
“negociación”, “oferta pública”, “regulación”, “financiación”, “inversión”,
“diversificación”, “liquidez”, “capital”, “compra-venta”, “crecimiento"…
Con el tiempo, se ha demostrado que constituyen vocablos venidos de la economía
a la lengua común para quedarse en el acervo cultural del hablante.
Somos conscientes de que la especificidad del lenguaje
económico-financiero supone un reflejo de la realidad de la que se hacen eco
los medios de comunicación. Por su culpa (bendita culpa en este caso, si con
ella se contribuye a la flexibilidad del idioma y a un mayor conocimiento del
mismo por parte de sus hablantes), y a través de sus noticias, caemos en la
cuenta de la aparición de nuevas situaciones y coyunturas, por lo que se
precisa un nuevo léxico, concreto y específico, con un vocabulario técnico y un
vocabulario semitécnico formado por vocablos comunes a la lengua general.
Encontramos, por tanto, préstamos, extranjerismos, calcos
semánticos, neologismos creados por derivación y composición, metáforas,
abreviaturas, siglas… entre otras características. Por ello, se produce una
doble corriente: un maridaje perfecto entre la lengua específica y la lengua
general.
Adivinamos, pues, una corriente de transmisión de la
especificidad lingüística propia de economistas y financieros a la generalidad
de los usuarios, que no sienten ajena a su propia vivencia la acogida y el
acomodo de dicha terminología, que tenía su sanctasanctórum en receptáculos
como la Bolsa, entre otros dominios, y que ahora ha salido para formar parte de
las bolsas de la compra, del lenguaje común de la calle.
Este trasvase terminológico constituye un fenómeno muy
interesante, como se puede apreciar en expresiones como "síncope
económico”, “frenazo en la negociación”, “maquillar el presupuesto”,
“capitalismo de ficción”, “solidaridad en la eurozona”, “apatía en los
mercados”, “sacrificio salarial”, “virus amarillo"… Confirmamos, por
tanto, que el lenguaje económico-financiero es, en definitiva, un lenguaje
activo, marcado por muchas de las características de la lengua general.
A veces, los dientes de sierra que se aprecian en los
mercados bursátiles pueden constituirse en metáfora indicadora de las emociones
que provocan su empleo por parte de los hablantes.
El anticapitalismo entra en la Academia
Y de la calle a la Academia,
que está tan viva y tan activa como la propia sociedad y la lengua. Así, los
académicos se han propuesto no cuarentenar el
idioma y, además, no han hecho ninguna desescalada de
vocabulario; en todo caso, se han nutrido con una buena musaca y sin ánimo fascistoide ni ganas
de izquierdizar, se
visten de galdosistas con
tintes berlanguianos y le hincan el diente –digital, eso sí–,
a la economía y a las finanzas.
¿En cuántos foros, congresos y reuniones o seminarios
académicos, en cuántas ocasiones venimos utilizando y repitiendo el
término distopía?
Parece que antes solo quedaba relegado al cine de ciencia ficción y como
metáfora de las escenas que rompían con la realidad o la normalidad. Pues bien,
ahora, aún lejos de la utopía, padecemos un sinvivir en
distopía, ya que, de manera tan adecuada, se aviene a estos tiempos de
pandemia.
El corrector nos frenaba siempre su escritura, pero el
ímpetu del hablante ha hecho un hueco en la cuarta actualización del Diccionario de la Real Academia que se hace
en línea desde la última edición en papel, en 2014.
Así pues, no solo la lengua de especialidad se nutre de la
lengua general, sino que también el lenguaje literario está presente a través
de sus figuras retóricas, según leemos en los anteriores ejemplos, dignos de un
relato novelesco, una narración histórica o un poema arrebatado de pasión.
Comprobamos que no hay abstracción en la univocidad de la
terminología económico-financiera, sino pura concreción, un anclaje a la
realidad promovida por sus hablantes.
Hoy, atendiendo a las preguntas, dudas, sugerencias que de
diferentes medios sociales, políticos, económicos y culturales llegan a la
Academia, se abren paso palabras provenientes de distintas disciplinas muy
específicas pero que están interiorizadas y son expresadas por los hablantes de
nuestro idioma, en constante transformación. Y eso es bueno. Muy bueno, diría
yo: la Academia, muchas veces tildada de lenta y remisa en sus incorporaciones
y modificaciones, se hace eco de la actividad del idioma y de sus usuarios.
A menudo son comparados con los de Shakespeare y, junto a ellos, es una de las obras maestras de la lírica inglesa de todos los tiempos. (Alfonso Sarabia)
SONETO XXXVIII (Traducción de Adolfo Sarabia)
CON SU BESO primero tan sólo me rozó
los dedos de esta mano con la que ahora escribo;
y, desde entonces, ella quedó más pura y blanca,
más fría hacia las gentes, e inclinada hacia el gesto
de escuchar a los ángeles. No tuviera yo en ella
anillo de amatista más brillante a mis ojos
que aquel beso primero. Superólo el segundo
en altura, que apenas medio llegó a la frente,
medio quedó en el pelo. ¡Suprema recompensa!
Era el amor poniendo su unción sobre mi frente
antes de bendecirla con su propia corona,
El tercero cubrió mis labios con su púrpura
y desde entonces, cierto, me he sentido orgullosa
y he podido decir; "¡Amor, sólo eres mío!"
Manos entrelazadas de Elízabeth Barret y Robert Browning Escultura de Harriet Hosmer
Confesiones de alguien que
escribe…y no sabe por qué lo hace. ¿Dejar de escribir supone morir en el
intento?
Alguien me dijo hace mucho y no deja de repetírmelo: “para ti,
escribir es una pulsión”; conviene acudir a la etimología para saber que dicho
término, del francés pulsion, proviene del
latín pulsio y pulsum,
derivados del verbo pulsāre, es decir, pujar,
impeler.
Aludir al embrión lingüístico, me llevó a pensar qué pasaría si yo
no escribiera: ¿estaría muerta? O quizá viviría de otra manera. Creo que dicha
afirmación tan tajante me coloca en una tesitura complicada, porque se deduce
que necesito escribir como el aire que respiro. Sí es cierto, y he de
confesarlo, que cuando noto cierto nerviosismo en mi cuerpo o cierta agitación
mental —igual que el síndrome de las piernas inquietas, imposible tenerlas en
estado de reposo—, mis neuronas me mandan a gritos que plasme algo por escrito,
como si fuera una suerte de nebulosa amorfa cuya hoja vital en blanco, al
rellenarla, se va despejando y así parece que la escritura va desenredando la
maraña cerebral que me aqueja en algunos amaneceres; no sé si esa madeja
supone un estado físico a modo de neblina pesada que abruma los primeros
instantes del despertar.
Tal vez solo se trata de un mero artificio, una triquiñuela de la
esencia humana; pero no seré yo quien zarandee el concepto analítico del
vocablo ‘impulso’, —“doctores tiene la santa madre Iglesia”, mutatis mutandis:
terapeutas, psicólogos, filólogos, antropólogos… excelentes—; tan solo ocurre
que al sobrevolar sus entresijos, descubro que es propio de las personas
—humanas, claro está— esa fuente que parte de una excitación interna (un estado
de tensión percibida como corporal) y que se dirige a un único fin preciso:
suprimir o calmar el estado de “tirantez” y “presión”, como se ha mencionado
líneas arriba. Es entonces cuando adquiere sentido la desazón que me aqueja
ciertos días al cobrar conciencia de mi respiración y de la luz solar, por muy
mortecina que amanezca la jornada. La congoja y esa especie de zozobra han de
ser analizadas y desactivadas: ¿a través de la escritura? ¿siempre?
Por lo tanto, si avanzamos por los meandros del silogismo, en el
momento en que no se vea cumplida dicha pulsión, la persona que escribe, entra
en un estado de letargo o de hibernación, de paroxismo incluso que le lleva
irremisiblemente a la desaparición.
Funestos augurios se atisban…
La palabra pulsión posee una enjundia llena de recovecos: para
algunos es similar a ‘instinto’, vocablo singular pues somos conscientes de
algo ineludible por constatable e interiorizado: el universo que rodea al
instinto posee cierta consideración peyorativa, muy próxima a la irreflexión, a
lo irracional, ya que es propio de los seres irracionales, de los animales; no
nos engañemos: muchos humanos poseen conductas muy próximas a lo instintivo, a
lo animal, por eso me planteo en este capítulo qué límites deberíamos atribuir
a “pulsión” para acotar y acertar con su contenido auténtico y veraz en
relación a la escritura, es decir, en cuanto a escribir para no fenecer.
Resulta conveniente plantear que la salvación o la permanencia en
el existir de nuestro caso particular, pende de un hilo: el de actuar como un
amanuense, algo más que copista, ¿escribir o morir en el intento? ¿Y si en
algún momento decidimos desmontar esa pulsión, cejar en el empeño, abandonarnos
a la suerte de otra pulsión y no escribir?
Debemos, pues, parar un momento, reflexionar, escuchar nuestro yo
más íntimo y decidir: abandonar el artificio engañoso, el ardid de esa pulsión
—la escritura— que nos condiciona y nos mediatiza en nuestra dimensión social,
en nuestras relaciones con el otro y los otros; de lo contrario, nuestra
madurez y nuestro equilibrio corren serio peligro de hacer aguas y no podemos
andar como elefante por cacharrería a lo largo del transitar.
Interesada por mi formación de filóloga en buscar y encontrar
sinónimos, para mí la palabra ‘pulsión’ se aproxima a motor, ritmo y actividad
(que no hiperactividad) frente al dicho popular, de “tiene horchata en las
venas” o “se le pasea el alma por el cuerpo”, ejemplos tan propios de la
pasividad y la indolencia, inercia incluso, e inmediatamente acuden otros
nuevos términos como palanca, trampolín, salto, lanzadera… toda una familia
léxica llena de energía y movimiento, como el agua que fluye o como el viento
que sopla en otoño.
Los vocablos ‘fuerza’ y ‘tensión’ propios de la termodinámica y de
la astrofísica, por ejemplo, también forman parte de la neurociencia y de la
psiquiatría, o de áreas de la filosofía: Kant, sin ir más lejos, contribuyó con
sus juicios categóricos llenos de pulsiones. Cuerpo y mente, mente y cuerpo se
confabulan en un entramado difícil de disociar.
Mi organismo se mueve con mayor o menor energía porque así se lo
manda mi cerebro. En ese juego andamos: el de la vida y la muerte; me muevo
para vivir en un camino inexorable que me conduce a la muerte y por eso
escribo, quizá para exorcizar a la guadaña que va a segar mi vida.
Pulsión vital que espanta la
muerte: escritura ¿salvífica?…
Me malicio que tan solo puntual y coyuntural la actividad
“impulsora” e “impulsiva” de escribir. Suscribo plenamente la afirmación de los
especialistas al coincidir que la pulsión —a diferencia del instinto— nunca
queda satisfecha de forma completa, ni existe un objeto preciso para su
satisfacción. Ahí está la respuesta al desasosiego de escribir como pulsión.
Cualquiera puede sentir ganas y deseos de escribir, pero si este acto se
convierte en obsesión para mantenerse con vida, “apaga y vámonos”.
Estoy convencida de las discusiones y de los debates que suscita
un tema tan apasionante como el de la pulsión, por eso, estas
páginas pretenden dar pábulo, con cierto ingenio, y mucha dosis de experiencia
personal, a la trampa que nos tiende la vida en no pocas ocasiones para seguir
existiendo; nos pide y nos exige buscar “un algo” que nos mantenga en actitud atenta
y vigilante por si el tren descarrila.
En el fondo, tanta conceptualización anima a continuar pensando
como seres racionales que somos. Y a estas alturas, por si alguien todavía no
lo ha adivinado, voy a hacer una confesión: mientras escribo, soy feliz; mi
congoja amaina y el rumbo vital se ahorma a mis hechuras, no solo por la
artimaña de la escritura, sino por el arte de birlibirloque de que alguien pose
sus ojos y me lea: así mi permanencia está garantizada. Toda una maniobra de
“autoengaño” para desenmascarar a la impostora que se ve impelida a
perpetuarse, dígito sobre el teclado y mirada en la pantalla; me corregirán si
me equivoco, pero creo que ya Freud apuntó que la pulsión de vida lleva
aparejada la autoconservación del individuo, para más adelante modificar esta
misma idea, eso también hay que reseñarlo.
Así pues, esta pulsión que provoca el estado definido como “esto o
me siento satisfecho”, hemos de entenderla con fecha de caducidad en espera de
otra nueva en otro momento o de la misma para impedir la parálisis de la
conducta. Ejemplos de escritores famosos y escritoras célebres que corroboran
lo que venimos diciendo aparecen sin cesar: Carlos Fuentes a sus ochenta y dos
años, aseguró que “si no me muero es porque aún escribo”. Y añade que además la
escritura le provoca dudas: “La literatura no está asociada al bien o al mal,
sino a la duda y a la imaginación”; el mismo Gabriel García Márquez fue quien
llegó a sentenciar en el año 2014: «Cuando no escribo, me muero; y cuando
lo hago, también»; muy interesante esta segunda parte a sabiendas de la finitud
humana y sin caer en la astucia manipuladora de lo que estamos tratando:
escribir para no morir.
La premio Nobel de Literatura Annie Ernaux con sus libros… títulos
epítome de pulsiones continuas: ¿se salvó? ¿se sigue salvando? Desde mi punto
de vista, nos deja su obra como memoria de lo que ha sido su vida, pero no
tengo tan claro que escribir en su caso haya servido de bálsamo curativo,
siguiendo los dictados de esa pulsión vivificadora.
Para acabar, podríamos lanzar la inquietante pregunta de qué
supone la vida para las personas que no escriben… ¿muerte en vida? ¿dejan de
respirar?
Al final, percibo que todavía queda mucho por “pulsar” y sobre
todo por desmontar.
Un año más, llega la cita en el Parque de El Retiro.
Desde finales de mayo y hasta mediados de junio, casi 400
casetas han acogido libros y más libros. El mundo de la lectura, la edición,
librerías, autores y autoras…mucho público que pasea, que mira y que compra un
libro, o dos.
Si nos ponemos a rememorar nuestros
años infantiles, seguro que nos recordamos con cuentos de grosor muy fino,
letras grandes y dibujos, muchos dibujos… libros troquelados cuyas páginas se
movían con una pestaña a la derecha “et voilà” sus personajes cobraban vida en
papel, casi de cartón.
Los domingos, día especial, seguro que también a más de uno de
nosotros nos regalaban con una visita al quiosco a comprar tebeos y así pasar
la tarde y parte de la semana.
Más colores, personas encerradas en viñetas cuadriculadas que
hablaban en bocadillos encima de sus cabezas y de una manera muy intuitiva
sabíamos cómo seguir el hilo narrativo de peripecias entre chachas, familias,
operarios, hermanos, detectives… todo un universo que nos permitía la evasión y
la recreación de otras vidas. Nos hacíamos amigos de todos ellos, sonreíamos y
hasta sonaban carcajadas.
Dibujos y letras. Qué manera tan artística de aunar dos lenguajes
para los que no se necesitaban ni consignas ni instrucciones.
Los ojos enfocaban perfectamente la historia y acompañaban las
aventuras de seres imaginarios o no tanto, porque siempre rezumaban un hálito
de proximidad y de gente conocida en nuestro barrio.
No sé si al leerlos, al verlos, era fácil plantearse que el autor
se desdoblaba y lo mismo dibujaba y escribía; en cualquier caso, repetíamos la
página una y otra vez por si nos habíamos perdido una coma o un gesto.
El ojo iba rápido saltando de un cuadro a otro, como nuestros pies
al jugar “a la china”, y se acababa pronto la aventura cómica, siempre con
final feliz, por cierto. Parece que quisiéramos prolongar ese día festivo,
antes de preparar mente y cuerpo para la semana escolar, y todavía rascábamos
tiempo para mirar una vez más esos tebeos que formaron parte de nuestra
incipiente década a la lectura seria y contundente, a la lectura de libros
“hechos y derechos”, dirán la mayoría.
Y ahí es donde quiero llegar. A lo largo de mucho tiempo el cómic
ha sido considerado un género menor, arrollado por novelas, poesía… leer tebeos
era una ingenuidad, incluso un pasar el tiempo para perderlo en ratos de no
hacer nada, un entretenimiento menor; es el estigma ya superado, como lo
muestran tesis, artículos, volúmenes y monografías dedicadas a su estudio y su
valor.
El cómic parece que ha adquirido cierta cumbre en su ascenso por
la escala social y literaria, porque la palabra tebeo sigue estando algo
deteriorada, formando parte del vocabulario nostálgico de abuelos “cebolleta”.
A poco que revisemos muchos de los títulos inefables de esas
historietas con las que crecimos, descubrimos una intralectura intensa y
variada, un magma que bullía y que gracias a la risa escapaba para provocar la
fantasía de sus lectores —diminutos y mayores— que en esto de la lectura no hay
filtro de edad.
Síntesis y sinopsis, resumen y esquema. Todo eso y mucho más es un cómic.
El historietista, el dibujante, el diseñador captaba en
nanosegundos emociones de sus personajes, sentires y dolores, pesadumbre y
felicidad, y todo ello lo transmitía “tout à coup” de un golpe visual; ni qué
decir tiene el valor de su arte siempre acompañado de una frase, un diálogo
sintético, rompedor y abrupto, sorpresivo, en cualquier caso: qué capacidad de
condensar tanto en tan poco: palabra y figura encerradas en fotogramas
estáticos, que no dejaban de moverse, valga la paradoja. La vista acompañaba entusiasmada
el relato cómico que hacía de nuestros domingos algo singular.
No existen coordenadas espaciales ni temporales que limiten la
génesis ni la lectura de este tipo de obra literaria; sin lugar a dudas, se
trata de literatura y no menor.
Considero que conviene poseer muchas y muy potentes capacidades:
intuición, inteligencia, cultura, buena vista, reflexión, tiempo y ganas,
interés y afición; en definitiva, neuronas activas para alcanzar al meollo de
esas historietas escritas y dibujadas.
La palabra en el cómic viene contenida e intensa: se plasma con la
letra apretada, tan junta que cuesta separar las sílabas que la componen. Se
trata de una palabra cultural, cínica, y siempre muy crítica…igual que el
dibujo: parece que el autor se ríe de todo y de todos. Jalonan una y otro la
amargura, la ironía el sarcasmo, la acidez y, sobre todo, el humor, esa suerte
de inteligencia humana que se ha de saber administrar; por eso, hay que poner
las dendritas a trabajar y aguzar el ingenio para estar pendiente del más
mínimo detalle: puntos, acentos, ademanes y arrugas que, incomprensiblemente,
caben en los límites del recuadro. Comunicación a toda vela. Síntesis y
sinopsis, resumen y esquema. Todo eso y mucho más es un cómic. La escuadra
y el cartabón diseñan una historia y unas figuras variopintas, como la vida
misma: escenas comunes, personajes populares, fantásticos, héroes de ficción y
del deporte. Todo cabe en el cómic.
Y da igual que nos encontremos en el cono sur que en el Cáucaso,
en Asia o en Francia. Con los tebeos se aprende y se divierte; se critica a la
sociedad trasnochada y casposa, se visibiliza la migración y la xenofobia, se
reinventa y se actualiza la mitología y se aventura la distopía del futuro. El
mundo real se hace más auténtico y sobre todo trasciende fronteras siderales.
Hay mucho escrito acerca del público que lee cómics, mucho; quién
lo lee: mujeres, hombres, jóvenes…constituyen auténticas estrategias didácticas
por lo que dicen y lo que ocultan, por lo que se observa y lo que se esconde.
Son materiales que Saussure habría incorporado en su Gramática para
explicar la estructura profunda y la estructura superficial. Los cineastas se
apropian de estos seres animados y los convierten en personajes de Óscar.
Muchos investigadores ahondan en las capas freáticas que se
superponen hasta emerger en un instante. El dibujo, el diseño habla sin voz,
transmite y comunica, expresa e interactúa. Describe la misoginia y resalta el
feminismo; advierte del paisaje depauperado que nos rodea, propone ideas y
cambios de opinión, avanza pensamientos, soluciones a muchas circunstancias
vitales.
El cómic anticipa emociones y grita una historia real o ficticia.
No es baladí quien lo plasma como el ojo que lo percibe. Hay una relación
soterrada entre ellos, que, sin conocerse, se crean lazos íntimos al permitir
no solo vivir aventuras, viajes y caminos por explorar, sino también descubrir
el insondable pozo personal de cada uno a través de imágenes dibujadas, de
exclamaciones, onomatopeyas… todo se nos hace familiar y de fácil
reconocimiento.
Hoy se habla de “novela gráfica” para referirse al cómic, a los
tebeos, a las historietas…