¿Desmontando un artificio?
Confesiones de alguien que
escribe…y no sabe por qué lo hace. ¿Dejar de escribir supone morir en el
intento?
Alguien me dijo hace mucho y no deja de repetírmelo: “para ti, escribir es una pulsión”; conviene acudir a la etimología para saber que dicho término, del francés pulsion, proviene del latín pulsio y pulsum, derivados del verbo pulsāre, es decir, pujar, impeler.
Aludir al embrión lingüístico, me llevó a pensar qué pasaría si yo
no escribiera: ¿estaría muerta? O quizá viviría de otra manera. Creo que dicha
afirmación tan tajante me coloca en una tesitura complicada, porque se deduce
que necesito escribir como el aire que respiro. Sí es cierto, y he de
confesarlo, que cuando noto cierto nerviosismo en mi cuerpo o cierta agitación
mental —igual que el síndrome de las piernas inquietas, imposible tenerlas en
estado de reposo—, mis neuronas me mandan a gritos que plasme algo por escrito,
como si fuera una suerte de nebulosa amorfa cuya hoja vital en blanco, al
rellenarla, se va despejando y así parece que la escritura va desenredando la
maraña cerebral que me aqueja en algunos amaneceres; no sé si esa madeja
supone un estado físico a modo de neblina pesada que abruma los primeros
instantes del despertar.
Tal vez solo se trata de un mero artificio, una triquiñuela de la
esencia humana; pero no seré yo quien zarandee el concepto analítico del
vocablo ‘impulso’, —“doctores tiene la santa madre Iglesia”, mutatis mutandis:
terapeutas, psicólogos, filólogos, antropólogos… excelentes—; tan solo ocurre
que al sobrevolar sus entresijos, descubro que es propio de las personas
—humanas, claro está— esa fuente que parte de una excitación interna (un estado
de tensión percibida como corporal) y que se dirige a un único fin preciso:
suprimir o calmar el estado de “tirantez” y “presión”, como se ha mencionado
líneas arriba. Es entonces cuando adquiere sentido la desazón que me aqueja
ciertos días al cobrar conciencia de mi respiración y de la luz solar, por muy
mortecina que amanezca la jornada. La congoja y esa especie de zozobra han de
ser analizadas y desactivadas: ¿a través de la escritura? ¿siempre?
Por lo tanto, si avanzamos por los meandros del silogismo, en el
momento en que no se vea cumplida dicha pulsión, la persona que escribe, entra
en un estado de letargo o de hibernación, de paroxismo incluso que le lleva
irremisiblemente a la desaparición.
Funestos augurios se atisban…
La palabra pulsión posee una enjundia llena de recovecos: para
algunos es similar a ‘instinto’, vocablo singular pues somos conscientes de
algo ineludible por constatable e interiorizado: el universo que rodea al
instinto posee cierta consideración peyorativa, muy próxima a la irreflexión, a
lo irracional, ya que es propio de los seres irracionales, de los animales; no
nos engañemos: muchos humanos poseen conductas muy próximas a lo instintivo, a
lo animal, por eso me planteo en este capítulo qué límites deberíamos atribuir
a “pulsión” para acotar y acertar con su contenido auténtico y veraz en
relación a la escritura, es decir, en cuanto a escribir para no fenecer.
Resulta conveniente plantear que la salvación o la permanencia en
el existir de nuestro caso particular, pende de un hilo: el de actuar como un
amanuense, algo más que copista, ¿escribir o morir en el intento? ¿Y si en
algún momento decidimos desmontar esa pulsión, cejar en el empeño, abandonarnos
a la suerte de otra pulsión y no escribir?
Debemos, pues, parar un momento, reflexionar, escuchar nuestro yo
más íntimo y decidir: abandonar el artificio engañoso, el ardid de esa pulsión
—la escritura— que nos condiciona y nos mediatiza en nuestra dimensión social,
en nuestras relaciones con el otro y los otros; de lo contrario, nuestra
madurez y nuestro equilibrio corren serio peligro de hacer aguas y no podemos
andar como elefante por cacharrería a lo largo del transitar.
Interesada por mi formación de filóloga en buscar y encontrar sinónimos, para mí la palabra ‘pulsión’ se aproxima a motor, ritmo y actividad (que no hiperactividad) frente al dicho popular, de “tiene horchata en las venas” o “se le pasea el alma por el cuerpo”, ejemplos tan propios de la pasividad y la indolencia, inercia incluso, e inmediatamente acuden otros nuevos términos como palanca, trampolín, salto, lanzadera… toda una familia léxica llena de energía y movimiento, como el agua que fluye o como el viento que sopla en otoño.
Los vocablos ‘fuerza’ y ‘tensión’ propios de la termodinámica y de
la astrofísica, por ejemplo, también forman parte de la neurociencia y de la
psiquiatría, o de áreas de la filosofía: Kant, sin ir más lejos, contribuyó con
sus juicios categóricos llenos de pulsiones. Cuerpo y mente, mente y cuerpo se
confabulan en un entramado difícil de disociar.
Mi organismo se mueve con mayor o menor energía porque así se lo
manda mi cerebro. En ese juego andamos: el de la vida y la muerte; me muevo
para vivir en un camino inexorable que me conduce a la muerte y por eso
escribo, quizá para exorcizar a la guadaña que va a segar mi vida.
Pulsión vital que espanta la
muerte: escritura ¿salvífica?…
Me malicio que tan solo puntual y coyuntural la actividad “impulsora” e “impulsiva” de escribir. Suscribo plenamente la afirmación de los especialistas al coincidir que la pulsión —a diferencia del instinto— nunca queda satisfecha de forma completa, ni existe un objeto preciso para su satisfacción. Ahí está la respuesta al desasosiego de escribir como pulsión. Cualquiera puede sentir ganas y deseos de escribir, pero si este acto se convierte en obsesión para mantenerse con vida, “apaga y vámonos”.
Estoy convencida de las discusiones y de los debates que suscita
un tema tan apasionante como el de la pulsión, por eso, estas
páginas pretenden dar pábulo, con cierto ingenio, y mucha dosis de experiencia
personal, a la trampa que nos tiende la vida en no pocas ocasiones para seguir
existiendo; nos pide y nos exige buscar “un algo” que nos mantenga en actitud atenta
y vigilante por si el tren descarrila.
En el fondo, tanta conceptualización anima a continuar pensando
como seres racionales que somos. Y a estas alturas, por si alguien todavía no
lo ha adivinado, voy a hacer una confesión: mientras escribo, soy feliz; mi
congoja amaina y el rumbo vital se ahorma a mis hechuras, no solo por la
artimaña de la escritura, sino por el arte de birlibirloque de que alguien pose
sus ojos y me lea: así mi permanencia está garantizada. Toda una maniobra de
“autoengaño” para desenmascarar a la impostora que se ve impelida a
perpetuarse, dígito sobre el teclado y mirada en la pantalla; me corregirán si
me equivoco, pero creo que ya Freud apuntó que la pulsión de vida lleva
aparejada la autoconservación del individuo, para más adelante modificar esta
misma idea, eso también hay que reseñarlo.
Así pues, esta pulsión que provoca el estado definido como “esto o
me siento satisfecho”, hemos de entenderla con fecha de caducidad en espera de
otra nueva en otro momento o de la misma para impedir la parálisis de la
conducta. Ejemplos de escritores famosos y escritoras célebres que corroboran
lo que venimos diciendo aparecen sin cesar: Carlos Fuentes a sus ochenta y dos
años, aseguró que “si no me muero es porque aún escribo”. Y añade que además la
escritura le provoca dudas: “La literatura no está asociada al bien o al mal,
sino a la duda y a la imaginación”; el mismo Gabriel García Márquez fue quien
llegó a sentenciar en el año 2014: «Cuando no escribo, me muero; y cuando
lo hago, también»; muy interesante esta segunda parte a sabiendas de la finitud
humana y sin caer en la astucia manipuladora de lo que estamos tratando:
escribir para no morir.
La premio Nobel de Literatura Annie Ernaux con sus libros… títulos
epítome de pulsiones continuas: ¿se salvó? ¿se sigue salvando? Desde mi punto
de vista, nos deja su obra como memoria de lo que ha sido su vida, pero no
tengo tan claro que escribir en su caso haya servido de bálsamo curativo,
siguiendo los dictados de esa pulsión vivificadora.
Para acabar, podríamos lanzar la inquietante pregunta de qué
supone la vida para las personas que no escriben… ¿muerte en vida? ¿dejan de
respirar?
Al final, percibo que todavía queda mucho por “pulsar” y sobre
todo por desmontar.
Sin duda…escribir.
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