Hoy algo de todo eso ha cambiado. El público vespertino que acude al teatro los domingos es variado, variopinto, ruidoso, con el móvil en la mano mientras los actores se desgañitan… no hay outfits distintivos; lo mismo se ven zapatillas más propias del gym que tacones sensatos, botellas de agua, abanicos… mucho ruido. Las sillas crujen y no hay quien pare quieto.
Voy al teatro Alcázar: Un
dios salvaje de Yasmina Reza. Durante una hora y 40 minutos, tengo que
hacer esfuerzos por no dormirme, y casi me da un arranque de salir y no perder
más mi tiempo: una no está para malgastarlo. Y sí, la función del domingo me
salió cara, por lo que valía la entrada, el aparcamiento y el tiempo.
A los 10 minutos de
arrancar los cuatro actores, convertidos en dos matrimonios, me aburro. Y pienso:
“pero ¿qué hago aquí?” Paciencia…
A Luis Merlo, no puedo
disociarlo de su papel en La que se avecina: vuelve a ser el “maestro
don Bruno Quiroga”. Nada queda del papel magistral que interpretó hace muchos
años en el teatro del Bellas Artes: su Calígula de Camus, fue
irrepetible. El personaje de la famosa serie televisiva lo ha contaminado todo.
Natalia Millán, bien, muy
bien diría yo. Clara Sanchís, meh y Juanma Lumbreras, borroso.
Tics y tocs, movimientos
en un escenario rígido y estático; silencios sospechosos e incómodos (¿se les
ha olvidado el diálogo?), entradas y salidas torponas, alguna gracieta de
adultos, temática pasada, repetitiva, sin coherencia. Parece que todo vale para
hablar de lo que la autora quiere.
La dirección del cotarro,
lamentable.
Muy aburrido.
(Debería hacer más caso a
la GenZ cuando nos grita a los boomers que uno debe saber su
posición en el mundo y sus límites. Pues eso.)

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