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Hace muchos años leí un artículo de Antonio Muñoz Molina sobre la Plaza de la Villa de París y me llamó la atención la descripción que hacía de sus habituales “visitantes” los fines de semana. Y no sé por qué me viene a la memoria la taciturnez de la mirada con que Jean Jacques Rousseau (1712-1778) podría observarlos… y mirarme: ojos escrutadores y también benévolos.
Muchas veces he vuelto a ese
lugar, y recordando el lema neoclásico de docere et monere, hoy lo
hago de nuevo y aparco en el subsuelo de la plaza. La he conocido cubierta por
Filomena, reseca en las calurosas sobremesas veraniegas y sembrada de hojas
otoñales…: atrayente, muy atrayente. Y silenciosa. En un pedestal y enmarcada
por edificios clásicos.
Paso por delante del Institut
Français, frente a la mole arquitectónica del Tribunal Supremo (manifestaciones
convulsas he presenciado delante de su fachada) y doblo la esquina a la
izquierda para alcanzar la calle de Doña Bárbara de Braganza; en algún tramo la
han descabalgado de tal tratamiento. Siempre me ha gustado la figura de esa infanta
portuguesa (1711-1758) que la realidad mejoró, porque al parecer, en las
distancias cortas ganaba, si no belleza, sí afecto y encanto. Le precedía la
fama de poco agraciada y tanto ella como el joven novio al que fue destinada
vivían momentos de trasiego nervioso sin dejar de preguntar a sus respectivos
cortesanos cómo era uno, cómo era la otra y qué pensaban la otra y el uno…así,
en un inquieto “juego de viceversas”. Amañaron y apañaron un retrato falseado
de la futura reina que mostraron al joven Fernando, Príncipe de Asturias
(1713-1759), allá por el siglo XVIII. Todo luz, todo luces. Bueno casi…la
esposa de Felipe V (1683-1746), María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714)
muere al año siguiente y la princesa extranjera, hija de Juan V de Portugal
(1689-1750) y María Ana de Austria (1683-1754), nunca le pudo dar el hijo
esperado al cónyuge prudente y justo como lo califica la historia. Aquí acaba
la ristra de fechas. Siempre se ha dicho que era fea, pero el futuro rey,
bajito y guapete se enamoró de la pintura que vio. Como todo en esta vida, a
gustos, los colores, y más según las modas que imperaban en cada momento y en
cada lugar.
A lo largo del breve trayecto
hacia el majestuoso edificio que alberga el Espacio Miró de la Fundación
Mapfre, me acompañan balcones, muchos balcones simétricos, igualados y
alineados, con sus ventanas correspondientes al exterior “pestañeando” conforme
avanza la mañana. En sus cristales se reflejan los rayos despejados entre las
nubes de un día templado y grisáceo; miradores todos similares, en armónico
trazado que mimetizan fachadas y viviendas.
Ojos abiertos como los que pinta
Alekséi von Jawlensky (1864-1941), el artista ruso que nos sorprende con su
policromía llena de pura expresión. Cobra inusitada importancia la forma que
les adjudica: apipados, lineales casi en la abstracción, almendrados y
cuadrados, como si se escaparan del rostro colorido, llenos de vida quieta;
adornan caras femeninas, populares y regias; alguna faz masculina mística y
religiosa. Esos ojos tan suyos, los propios y los de sus modelos. Cuánto
discutiría sobre la teoría del arte junto a Vasili Kandinski (1866-1944), otro
amigo del color. Reitero: me atrapan esos ojos como si de un vistazo cobraran
aliento y contaran todo lo que ven. Imagino al pintor celebrado estas semanas
en Madrid, con sus dedos artríticos eligiendo en la mezcla de colores y
untándolos en la tela; advierto espesor y masa, materia y fuerza, sentimiento y
lirismo, energía y pasión.
A la salida, de refilón me fijo
en cómo impone la Biblioteca Nacional…Y el Teatro María Guerrero que nos abre
nuevos caminos para explorar en otro momento.
Me acerco a la iglesia de SantaBárbara o de las Salesas Reales para rodear la Plaza de la Villa de París. De
nuevo el silencio… Entre semana se despereza del sopor sabatino y dominical y
resulta fácil tropezarse con el trajín típico de los “habitantes” puntuales y
coyunturales; actividad administrativa y jurídica, principalmente, y hasta
periodística también. Poco queda de la famosa cafetería Riofrío y de la sala de
fiestas Bocaccio, tan próximas entre sí, como la Plaza de Colón que casi nada
tiene que ver con la de la Villa de París. Siempre me ha gustado sentarme en
uno de sus bancos y mirar alrededor. Debe de ser la armonía del cuadro tan
cuadrado o que es un oasis encerrado entre paredes, pero lo cierto es que no se
oye nada de la cercana calle Génova. Árboles, ahora de ramas raquíticas,
frondosos en primavera, y dos esculturas que se yerguen casi “reales”: Fernando
VI y Bárbara de Braganza miran hacia la Audiencia Nacional.
Da igual la estación del año. Y
entre tanta historia, leyes y cultura, se puede leer, escuchar música o eso,
simplemente estar.
A mis estudiantes les animaré a
que copien mi recorrido y describan qué les parece y qué les inspira esa plaza
madrileña. Qué personajes históricos han podido poblar las calles adyacentes, y
que fabulen: que inventen un episodio de sus vidas, en technicolor compartiendo
asiento con ellos. Que caminen y observen.
Por cierto, hoy, sola. Hay plazas
de paso, de paseo y otras de estar, como en el salón de casa.
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