Hagamos historia: algunas luces de esas que iluminaron el siglo XVIII debieron iluminar también a los académicos neoclásicos cuando la Ortografía de la Academia de 1741 supuso un compendio sistematizado que regulaba, como lo hace hoy, la normativa ortográfica del español, elaborada entre la RAE y las academias correspondientes en Latinoamérica. De ahí su consideración de ortografía panhispánica.
Con dicha compilación se
pretendió, y se sigue pretendiendo hoy, fijar las voces y vocablos de la lengua
castellana con toda su propiedad, elegancia y pureza. Su lema “Limpia,fija y da esplendor” continúa vigente en la actualidad.
Intelectuales de la talla
del padre
Benito Jerónimo Feijoó, Tomás de Iriarte, Melchor
Gaspar de Jovellanos, José Cadalso o Leandro
Fernández de Moratín, junto a importantes traductores como Alberto Lista y José
Marchena, entre otras figuras de gran relevancia, se vieron muy
comprometidos y especialmente vinculados con la academia.
Esta institución, según el
artículo primero de sus estatutos,
tiene como misión principal velar por los cambios que experimente la lengua
española, en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes.
También que no se quiebre la unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico
para conservar el genio y el alma propios del idioma –tal como ha ido
consolidándose con el correr de los siglos– y establecer y difundir las normas
y sus correcciones para contribuir a su esplendor.
“Pero si mi hijo lee…”
Es un lugar común escuchar: “Pero
si mi hijo lee…”, como si la lectura fuera la panacea para la buena y
“correcta” ortografía. Alguno de mis alumnos me ha llegado a espetar: “Pues
Juan Ramón Jiménez escribía todo con jota”. Tal cual. Pero ocurre que no somos
el poeta onubense.
Resulta difícil hacer que la
propia naturaleza haga que unas personas lean y otras no. Incluso a que unas
lean y también escriban de forma apasionada y artística y otras no. ¿Estamos
entonces ante una disyuntiva fatalista? ¿Será que los hábitos familiares influyen
en estos comportamientos? No… O no solo.
Gusta de leer el que ha leído. Pero ¿por qué ha leído? Acaso por predisposición. ¿Y qué podríamos hacer para despertar el placer de leer entre quienes no han leído ni se sienten atraídos por la lectura? Existe un solo camino, aunque no garantiza el éxito: es el camino de la disciplina espiritual, el de la educación de la inteligencia y de los sentimientos.
Si tenemos en cuenta los
datos de la Federación del Gremio de Editores de España constatamos que el
31,5 % de los españoles no lee y que el porcentaje de lectores en 2019
alcanzó un 68,7% de la población. También es interesante saber qué
lee la población que lee.
Poca lectura y escasa
escritura
No son quimeras quijotescas las
que vengo a proponer. Llevados por la utilidad pragmática, nos vemos abocados a
la escasa lectura y poca escritura, académica y creativa, a pesar de que
leyendo y escribiendo indagamos en los misterios del universo con una lengua
que nos permite pensar y actuar fuera de los espacios cerrados de las
ideologías políticas.
La ortografía, pues, asegura una claridad de pensamiento, es decir, la estructura de una efectiva comunicación.
Por eso, hay que leer. ¿Pero qué?
Desde mi punto de vista, animo a leer de todo. Así lo ratifico en la
universidad: desde un prospecto farmacéutico a la caja de dentífrico; desde el
orden del día de la comunidad de vecinos a los panfletos del metro; desde el
anuncio luminoso metropolitano hasta los faldones televisivos. Y, por supuesto,
libros en cualquiera de sus formatos. Leer y escribir. Leer y escribir para
compartir experiencias, opiniones, ideas, anhelos, miedos e ilusiones…
Porque con las lenguas,
ortográficamente correctas, va todo un mundo de ideas, sentimientos,
tradiciones, historia… cultura, en una palabra. El español actual, lengua de
gran extensión geográfica, que mantiene la unidad sistemática –gracias a la
ortografía– en la infinita variación de sus realizaciones, llega al siglo XXI
fortalecida en la convivencia fecunda desde las Glosas Riojanas.
La importancia de la
ortografía
Ahora bien, las palabras actuales
adquieren significados y matices variables con lo que dan así origen a las tan
frecuentes equivocaciones: el parapeto lo pone el escudo siempre protector
de una ortografía garante de su sentido auténtico. La ortografía,
pues, asegura una claridad de pensamiento, es decir, la estructura de una
efectiva comunicación.
Hoy es muy frecuente sentirse
obligado a responder a preguntas relativas a la ortografía: “¿Cuánto cuentan
las faltas?” “¿Esto para qué sirve?” Son inquietudes que plantean algunas
personas próximas con las que charlamos y estudiantes
poco proclives a la lengua, a la literatura, e incluso a la cultura.
Escribir con corrección asegura
una claridad de ideas necesaria para cualquier acto comunicativo. Más allá de
los avances técnicos que internet nos proporciona para no cometer errores
ortográficos, la ortografía facilita la preservación unitaria de una lengua a
cuya evolución han contribuido millones de hablantes y que debemos dominar.
Un mensaje sin faltas de
ortografía ayuda al receptor a comprender su contenido y a evitar ambigüedades
y distorsiones, y de ahí una mala interpretación de las intenciones escritas.
La ortografía supone nuestra tarjeta de presentación al otro sea quien sea.
Por eso, cuidemos la ortografía.
Leamos y escribamos. Leer, siempre leer. Para vivir.
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