Pasamos una tarde en el Teatro Real. Se representa la ópera Maria Stuarda de Donizetti, basada en el texto homónimo de Schiller.
Entre Lisette Oropesa y Aigul Akhmetshina anda el juego: Maria e Isabel respectivamente, la escocesa y la inglesa a la greña en un escenario paralítico.
Un enredo de faldas, -bueno polisones, terciopelos, pelucones, perlongas, anillacos y pedrolos- con algún lío entre los gallos del corral: Leicester, Talbot…un sinvivir de tronío y tronos, herencia territorial, amalgama de poder, dolor, sangre y patíbulo: tajo y hacha para la testa de Maria que rueda entre llantos y venganzas. Fin. Aplausos y más aplausos.
La vida misma hecha historia por aquel tiempo histórico que tantas páginas han llenado
y de tantas consecuencias hasta ahora mismo. Somos hijos de nuestro pasado.
La música del italiano me recuerda a los pasacalles de fiestas populares, a las dianas que despiertan resacas y a rondallas de tunas que rondan. Dan ganas de moverse en la silla, de abrazar al de al lado y marcarse unos vaivenes al compás de la melodía marcada por un ritmo fácil y de percusión colosal. Y un coro, espectacular.
Vamos, una pura juerga, como en las sobremesas de los txokos, que en sincera
francachela se arrancan los varones haciendo varias voces. Igual que en escena: Maria
lamentándose, Isabel enrabietada, Maria piadosa, Isabel resolutiva…a pesar del
contenido trágico y del funesto destino de la protagonista, el compositor nos regala la
alegría de su música, dicharachera y optimista. Un puro juego.
Muy buen rato, como ya he dicho en alguna ocasión: fácil y rápido. Ópera corta y
amena. Sigo confiando en que del universo caiga un meteorito y descomponga por
completo el edifico -casposo y rancio- que alberga el canto (bel) capitalino; a ver si de
una vez se alza una nueva edificación al estilo de la ópera de Cracovia o la de
Copenhague con visibilidad per tutti.
Mientras tanto, yo me encierro con Donizetti en la jaula: sonido en directo e imagen en
pantalla gigante.
Un enredo de faldas, -bueno polisones, terciopelos, pelucones, perlongas, anillacos y pedrolos- con algún lío entre los gallos del corral: Leicester, Talbot…un sinvivir de tronío y tronos, herencia territorial, amalgama de poder, dolor, sangre y patíbulo: tajo y hacha para la testa de Maria que rueda entre llantos y venganzas. Fin. Aplausos y más aplausos.
La vida misma hecha historia por aquel tiempo histórico que tantas páginas han llenado
y de tantas consecuencias hasta ahora mismo. Somos hijos de nuestro pasado.
La música del italiano me recuerda a los pasacalles de fiestas populares, a las dianas que despiertan resacas y a rondallas de tunas que rondan. Dan ganas de moverse en la silla, de abrazar al de al lado y marcarse unos vaivenes al compás de la melodía marcada por un ritmo fácil y de percusión colosal. Y un coro, espectacular.
Vamos, una pura juerga, como en las sobremesas de los txokos, que en sincera
francachela se arrancan los varones haciendo varias voces. Igual que en escena: Maria
lamentándose, Isabel enrabietada, Maria piadosa, Isabel resolutiva…a pesar del
contenido trágico y del funesto destino de la protagonista, el compositor nos regala la
alegría de su música, dicharachera y optimista. Un puro juego.
Muy buen rato, como ya he dicho en alguna ocasión: fácil y rápido. Ópera corta y
amena. Sigo confiando en que del universo caiga un meteorito y descomponga por
completo el edifico -casposo y rancio- que alberga el canto (bel) capitalino; a ver si de
una vez se alza una nueva edificación al estilo de la ópera de Cracovia o la de
Copenhague con visibilidad per tutti.
Mientras tanto, yo me encierro con Donizetti en la jaula: sonido en directo e imagen en
pantalla gigante.
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