El esposo enamorado, una joven
extranjera, un puro crash en aquella España de luces y
sombras. El profesor y la alumna: dos adultos coinciden en un verano académico
y una cosa lleva a la otra, dirían hoy las redes: el flechazo no se hizo
esperar, tout à coup, juntos en la distancia y en la cercanía.
¡Cómo me dejas que te piense!
Pensar en ti no lo hago solo, yo.
Pensar en ti es tenerte,
como el desnudo cuerpo ante los besos,
toda ante mí, entregada.
Pero…había esposa, y atenta, a esos
tiempos de lírica se ve golpeada por la cruda realidad: le están birlando al
compañero de viaje conyugal, o mejor, él se aleja de su compañía marital.
Ese núcleo gordiano que fagocita
los poemas de La voz a ti debida (1933) no se desata, sino que
se aferra a un sentimiento inexorable; al principio, un amor destinado a una
mujer que no se nombra -pero no por ello deja de existir la amada-.
Los ojos lectores, ávidos y
sagaces, buscan y rebuscan revolviendo ropajes en un arcón para adivinar quién
es la mujer de esa poesía libérrima tan pronominal.
Mientras, las cárceles de
localidades asediadas se atiborran de prisioneros ideológicos, el profesor
universitario se deleita en comentarios lingüísticos; Lorca, reventado de Nueva
York, y Miguel Hernández con sus pulmones hechos trizas: no corren buenos años
para pintar grafitis libertarios en los muros de la universidad.
Leer una y otra vez a Salinas para
desentrañar el arcano de sus emociones que le llevan a arrebatos más o menos
transidos de sinceridad y realismo; no sé si a partes iguales, quizá por
momentos, impelido por la obligación sacramental, un yugo que le hace
permanecer al lado de su mujer tras cruzar fronteras europeas y océano. Tan
cerca de quien desasosiega unas líneas rítmicas, coloreadas de matices
polícromos.
El
poemario del autor que nos ocupa estas páginas rezuma esencia humana, vitalidad
algo añosa y estrechez convencional; toda una reflexión del lugar en el mundo
de cada uno de nosotros: ¿quiénes somos? Y, ¿hacia dónde vamos? Parece que
espera respuesta a su propia existencia, que hay instantes en los que grita
¿por qué?
En definitiva, toda una metafísica,
la sensibilidad nublando los sentidos en un acercamiento al platonismo, y en la
lejanía del horizonte, el mañana que es el hoy. De nuevo la vida, de nuevo se
impone la realidad.
Exorcizando la monotonía, un
mirarse adentro, el enrocamiento para surgir airado y airoso de lo que le habla
el corazón, de sus ansias psicológicas de estar, porque ser, ya son, ambos,
ella y él, siempre.
Analizar quién es ella, “hagan
apuestas”: el marido arrepentido que vuelve al lado de su mujer, el amante que
anhela desplegar alas: pero la cera se derrite y el tiempo, que casi todo lo
cura, los distancia: ubi sunt?
De un verso a otro saltan Petrarca
y Villon, lo etéreo y lo descarnado, horizontes efímeros y momentos rutinarios,
piropos fugaces, perdón eterno. Como el fuego que asola sus almas y se proyecta
en la pared, menos mal que Platón impone cierto orden.
Aquella donna angelicata,
se mueve y viaja, aprende, exige y ama, para olvidarlo al final en una fina
capa de “polvo enamorado”.
El impulso creador no cesa y Pedro
Salinas, académico admirado, protegido y protector irrumpe en unas décadas
procelosas, llenas de tristura; su prodigioso conjunto literario obra el
milagro de amar para observar la belleza femínea. No se resiste al abandono
porque la mira y la presiente. Centro del universo, gravita en una mar de
estrellas: supera las vicisitudes históricas para ganar espacio y tiempo, unas
coordenadas que transforma en imágenes y símbolos más allá de los objetos
mortales, auténticos recordatorios de su finitud.
Margarita
Bonmatí y la estudiante norteamericana Katherine Prue Reding
Los poemas del autor trascienden lo
cotidiano, y se remontan a una dimensión divina, casi evanescente y se aferra a
su imagen, luminosa y resplandeciente, para que no se la escamotee la rutina.
Nos muestra el camino de la ética y
la estética en esa búsqueda esencial de una mujer que, de tanto adorarla,
pierde sus atributos corpóreos y deviene en un ente de dudosa apariencia, casi
espectral, pero nunca sombría.
Como si la Santa de Ávila le
insuflara un último hálito, la mujer amada es genuina inspiración en unas
líneas rítmicas de versos cortos y sueltos al modo gongorino: metáforas
elaboradas y quiasmos intensos: cincel, escuadra y cartabón; la perfección técnica
no se hace esperar y los movimientos vanguardistas foráneos lo acogen en su
polifonía artística.
Compromiso sociopolítico en
entredicho, cierto; su exilio rasgó las vestiduras de los más afines del ramo y
los tranquilizó, también, por qué no: una voz como la del maestro no debería
sufrir los asedios franquistas que llegaban; de Sevilla a Murcia y de ahí a
Cambridge, luego Puerto Rico y Massachusetts. Célebres su Seguro azar, Presagios y Amor
en vilo, el mantra de su producción literaria: Amor y siempre amor,
exaltado y dolorido, sufrimiento comedido. La “amiga” y él en completa
conjunción de júbilo, todo un diálogo sin altisonancias.
Crítico y ensayista, amigo de Jorge
Guillén. En 1951 muere el gran poeta, en Boston.
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